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“¡Todos somos Banksy!”, gritó Robert Del Naja en un concierto, cuando surgieron los rumores. Otra hipótesis afirma justo esto: que Banksy son muchas personas. Y aunque es absurdo pensarlo, la coherencia y la continuidad de su obra reflejan uno de los rasgos más destacables del grafitero (otra definición reduccionista): parece estar en todas partes, siempre conectado a la actualidad, tocando fibras sensibles en el momento adecuado. En junio, fue un homenaje a George Floyd, el hombre negro cuyo asesinato a manos de la policía causó una oleada de protestas en Estados Unidos. En mayo, una pintura en un hospital inglés que elogiaba al personal sanitario que enfrenta el coronavirus. Y en julio, anunció la subasta de Vista del mar Mediterráneo, 2017, un inusual tríptico al óleo que habla de la crisis migratoria en Europa. El dinero recaudado se donará para atender a niños en un hospital de Belén, en Palestina.
Banksy es un superhéroe contemporáneo que bajo su anonimato actúa de conciencia de la sociedad. Muy probablemente, él odiaría esta definición, pero ya lo dijo The New York Times en un famoso reportaje: el artista, al parecer un “control freak” y obviamente un maestro en manipular a los medios y el mundo del arte, no podrá controlar su legado. De hecho, seguro admita en privado que hace tiempo que se le fue de las manos, cuando fue pasando —¿ascendiendo?— de chico con problemas que a los 14 años empezó a hacer grafitis en la escena underground de Bristol, a artista paradójicamente conocido en todo el mundo, miembro de las listas de “personas más influyentes” de la revista Time y con obras cotizadas en millones de dólares, que compra gente como Christina Aguilera.