Hay niños que sueñan con ser doctores, estrellas del deporte, arquitectos o presidentes. Hace 36 años, sin embargo, un desarrollador de videojuegos de 12 años de edad, conocido entre la comunidad coder como E. R. Musk, entendió su papel en el mundo de una manera más ambiciosa: su responsabilidad en la vida era, en sus palabras, “luchar para alcanzar la iluminación colectiva”. Su conocimiento de la cultura de los cómics le había hecho entender la vida de una manera muy básica, que en su adultez explicaría a su biógrafo, el periodista Ashlee Vance, así: “En las historietas siempre parece que están tratando de salvar al mundo. Parecía que uno debería intentar hacer de este un lugar mejor, porque lo contrario no tiene sentido”.
Elon Musk: In Musk We Trust
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El joven creció para convertirse en Elon Musk, un empresario con la misión autodesignada de crear cosas útiles para el mundo –unas más extrañas que otras–, desde fuentes de energía sostenible, hasta experimentos aeroespaciales que en algún momento servirán para convertir a la raza humana en la primera especie multiplanetaria. Musk ahora tiene 49 años, cinco empresas y un valor neto de 95 mil millones de dólares. Sin embargo, su mente no deja de funcionar como la de un niño –sabelotodo– necio, creativo e indiferente ante el riesgo, que sueña cosas disparatadas a simple vista, y cree que es posible llevarlas a cabo.
El director de hitos tecnológicos como Tesla y SpaceX creció con un cerebro privilegiado, pero también con un razonamiento ultralógico que en la infancia le hizo tener pocos amigos y, décadas más tarde, le hizo merecer el calificativo de excéntrico. Estamos hablando de un niño que se quitó el miedo a la oscuridad al entender que esta era simplemente la ausencia de fotones en el espectro visible y de un adulto que explica, intentando disimular la emoción, que la opción más rápida para que Marte tenga una temperatura apta para la vida humana es lanzar armas nucleares sobre sus polos. Ambas lógicas completamente razonables, pero difícilmente aceptables para el ser humano promedio. Un pequeño con el razonamiento de un científico y un hombre con la irreverencia involuntaria de un niño. Y precisamente esta disonancia es lo que ha convertido a Musk en una de las mentes más controvertidas de nuestra era.
Después de estudiar las carreras de Economía y Física y hacer dos pasantías en Silicon Valley, Musk se dejó seducir por la burbuja puntocom y en 1995 fundó la empresa Zip2, un software que creaba guías de ciudades. Aquí, Musk se hizo de una fama insana por sus largas horas de trabajo, la rudeza hacia sus empleados y su disposición a hacer absolutamente todo –como vivir en su oficina, por ejemplo– con tal de materializar su visión. El esfuerzo valió la pena, pues cuatro años más tarde se convirtió en un millonario de Silicon Valley –uno de los arquetipos más aspiracionales de la época–, al vender su compañía a la firma Compaq por 37 millones de dólares, de los que 22 le pertenecían. Ese mismo año arriesgó 12 millones de su fortuna y fundó X.com, un proyecto de banca en línea que acabaría fusionándose con Paypal, y del que retiraron a Musk como director tras diferencias con el resto de los directivos. La decisión no fue del agrado del emprendedor, famoso por querer el máximo control posible sobre todos sus negocios. Sin embargo, gracias a eso salió a relucir el genio retorcido que conocemos ahora y que quiere salvar a la humanidad llevándola a Marte.
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Después de su destitución, Musk retomó su interés infantil por la conquista espacial. Pero ser un niño en Sudáfrica con sueños de conquistas espaciales es adorable; ser un magnate en Los Ángeles –paraíso de la industria espacial– con temor nulo al riesgo y una billetera repleta es más bien un capricho arriesgado. A pesar de intervenciones de sus amigos más cercanos, Musk se involucró con la organización Mars Society en 2001, para ayudar a financiar un proyecto que pretendía poner ratones en órbita. Sin embargo, ¿para qué mandarlos fuera de la Tierra si podían llevarlos hasta Marte?
Los planes de la sociedad fueron poca cosa para Musk. Así, fundó The Life to Mars Foundation, con una finalidad tan inocente como absurda: crear un invernadero en el espacio y transmitir el crecimiento de las plantas en la Tierra para despertar el interés de la gente en la exploración espacial. ¿El problema? Quería lograrlo con 20 o 30 millones de dólares, mucho menos de lo que costaba solo lanzar un cohete. Las cosas tenían que cambiar, y Musk sería el encargado de hacerlo. Tras negociaciones fallidas con Rusia y días de investigación, el empresario decidió que la única forma de lograrlo era construyendo su propio cohete. Su nueva misión fue hacer la exploración espacial más accesible, lo que llevó a la fundación de SpaceX en 2002. Hoy, un lanzamiento de la NASA cuesta 152 millones de dólares; Musk lo hace por 62.
En mayo de este año, SpaceX lanzó su primera misión tripulada, con lo que se convirtió en la primera empresa privada en poner a personas en órbita y en aterrizar una aeronave en la Estación Espacial Internacional. No obstante, es un logro que tardó 18 años. Durante ese tiempo, Musk tuvo una serie de éxitos y fracasos astronáuticos de costos millonarios –al grado de que mucha gente interna de SpaceX temió por el futuro del proyecto–, así como algunas ideas perfectamente aplicables en el plano terrícola.
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Su emprendimiento más conocido hasta la fecha es Tesla Motors, proyecto al que Musk se unió como inversionista y directivo en el año 2004, y con el que incursionó en uno de sus caminos soñados desde sus días universitarios: la creación de autos eléctricos para evitar el calentamiento global. En ese tiempo, nadie, ni el mismo Musk, creía que fuera un negocio rentable. Sin embargo, tenía que demostrarle al mundo que el producto no solo era posible, sino que además podía hacerse de manera estética, a diferencia de otros autos eléctricos con los que se experimentaba en aquel momento. Musk arriesgó su propia fortuna en distintas ocasiones, hasta tener tres autos de lujo y tres baterías distintas, con una producción que ya rebasa el millón de autos. A la oferta de Tesla se suman paneles solares, que proporciona SolarCity, una empresa que Musk fundó con sus primos en 2006 y que adquirió en 2016 como parte de su compañía automovilística. La meta no solo era consumir energía sostenible, sino producirla. Hoy, SolarCity es el mayor proveedor de energía solar en Estados Unidos.
Con esas dos empresas gigantes, lo lógico ante los ojos de Elon era crear algo aún mayor, así que, de la unión de Tesla y SpaceX nació Hyperloop, un proyecto de trenes en tubos al vacío que podrían hacer viajes de 560 kilómetros en 35 minutos. Eso permitiría, por ejemplo, llegar de la Ciudad de México a Guadalajara en menos de una hora. El proyecto es de código abierto, y actualmente seis empresas distintas trabajan en él. Sin embargo, sigue en proceso experimental y no parece que vaya a ver la luz en mucho tiempo.
Todo esto es suficientemente asombroso. Sin embargo, la era más controvertida, y quizá la más tétrica, está por comenzar gracias a Neuralink, una empresa que Musk fundó en 2016 y que solo podría provenir de alguien que ha consumido mucha ciencia ficción a lo largo de su vida. El proyecto busca no nada más explorar la inteligencia artificial –cosa que el empresario comenzó a hacer en 2015 con la empresa Open AI–, sino integrarla al cuerpo humano.
Neuralink mantuvo un perfil muy bajo hasta mediados del año pasado, cuando anunció que trabajaba en un dispositivo cerebro-computadora. Al cierre de esta edición de Life and Style, la empresa está a unos días de hacer la primera demostración pública de un microchip que se implanta en el cerebro por medio de un aparato similar a una máquina de coser. Con este se registra y estimula la actividad cerebral, al grado de controlar las emociones del portador. Una tecnología de potencial casi ilimitado y, por lo tanto, extremadamente peligrosa en las manos incorrectas. Pero no hay nada que temer: su guardián es el niño nerd que quiere iluminarnos a todos, el señor que cambió un retiro anticipado en una isla privada por una empresa que lucha por la supremacía terrícola. Y en ti confiamos, E.R. Musk.