Por más de dos décadas, Rafael Lozano-Hemmer ha explorado la intersección entre el arte, la ciencia y la tecnología. La lista de sus exposiciones individuales y colectivas en algunos de los museos más importantes de México y el mundo es larga. En 2007, se convirtió en el primer artista en representar a México con un pabellón nacional en la Bienal de Venecia, con la exposición Algunas cosas pasan más veces con todo el tiempo. Es uno de los artistas mexicanos con mayor presencia a nivel internacional. Pero las listas y los números no son el referente para hablar de su trabajo y los intereses que guían.
La exposición donde el ritmo cardíaco del público es el motor de las obras
Tal vez en su caso los números sean relevantes sólo como la base técnica de su obra. De hecho, su quehacer como artista es muy particular: sus instalaciones son resultado de complejos trabajos de programación, digitales, iluminación, biometría, sistemas de vigilancia, sonidos, etcétera. Dejó de lado las operaciones clásicas atribuidas al arte y, sin embargo, su trabajo sigue siendo tan manual y técnico como él decida.
Que sus obras y procesos de producción estén tan ligados a la tecnología y la ciencia tiene que ver con su formación educativa. Sorpresa: no estudió arte.
“Estudié química y aprendí a programar en mi carrera", dice Lozano-Hemmer en entrevista para Life and Style. "Todos mis amigos eran escritores, compositores, coreógrafos, y yo también quería ser artista. En ese entonces hacíamos algo que se llamaba Teatro tecnológico en dónde había todo tipo de eventos audiovisuales. Como yo no tenía talento artístico, pensé que podía contribuir programando. Yo hacía los programas que permitían que la escenografía fuera interactiva y que los bailarines pudieran controlar imágenes proyectadas, sonidos o luces. Poco a poco me di cuenta que esta posición como de director escénico, con un poco de programación, podría convertirse en algo para usar en museos. Una de las primeras escenografías que hice era un ojo humano gigantesco proyectado sobre una pantalla que perseguía a una bailarina mientras ella bailaba por el escenario”.
Se trataba de Surface Tension (1992), una instalación interactiva en la que utilizó técnicas de vigilancia por computadora para entablar un juego de miradas con el espectador. Si una persona se sitúa frente al ojo gigante y se mueve de un lado al otro en el espacio, éste la sigue sin perderle el rastro. Entonces, ¿quién ve a quién? ¿La obra al espectador o viceversa?
Utilizar este tipo de tecnologías no responde únicamente a una cuestión técnica. En otros proyectos como Zoom Pavillion (2015), Level of Confidence (2015) o 1984x1984 (2014), por ejemplo, revierte la potencia de los sistemas de vigilancia, tan comunes en nuestros días como herramientas de orden y control social, para cuestionar sus usos o aprovechar sus posibilidades.
Mientras platicamos, recorremos su más reciente exposición en México, Latidos, que se compone de cuatro instalaciones biométricas operadas por medio de sensores de frecuencia cardíaca. Cada una de ellas —Almacén de corazonadas (2006), Tanque de corazonadas (2008), Índice de corazonadas (2010) y Corazonadas remotas (2019)— funcionan exclusivamente con las huellas dactilares y los ritmos cardíacos de los visitantes. Aquí las huellas y los corazones de las personas son, literalmente, el motor de las obras.
Latidos se presenta en Espacio Arte Abierto, en el piso 2 del complejo arquitectónico Artz Pedregal, hasta el 13 de diciembre.
Lenguaje universal
La idea de trabajar con los latidos del corazón se remonta a una anécdota muy especial: todo surgió al escuchar los latidos de su primer hijo cuando su esposa estaba embarazada. Para Rafael, el sonido que emite el corazón es una suerte de lenguaje universal.
“Para mí, el ritmo cardíaco es como el ritmo universal humano", explica. "Los primeros sonidos que escuchas son los del corazón de tu mamá, luego el tuyo. Y la idea de poder capturar esa biometría y hacerla visible, tangible, nos conecta de una forma íntima con otros. Todos tenemos corazón, pero todos son diferentes. Eso es como un mensaje de diversidad”.
Las imágenes, los sonidos o las formas que se desprenden de sus obras son tan diversas como las personas que participan de ellas. Su idea al extraer datos tan específicos del público es “recrear paisajes”.
Lo que queremos [con las obras] es que al final sea una experiencia conectiva, no colectiva, en donde la gente se sienta parte de un coro más amplio.
“Hay mucha gente representada aquí. Y ese es el punto del retrato frente el paisaje: el retrato es una cosa que sucede para el individuo, para representarlo. Pero el paisaje es una colectividad. Lo que queremos [con las obras] es que al final sea una experiencia conectiva, no colectiva, en donde la gente se sienta parte de un coro más amplio”, añade.
La experiencia de ver datos tan personales y únicos de uno mismo, traducidos en un concierto de múltiples latidos del corazón o en ondas visuales que se producen por el movimiento del agua al sentir tu pulso, forma parte del acto creativo que define a la obra. La presencia de la persona y su interacción es tan o más importante que el programa que la compone.
“Marcel Duchamp decía que la mirada es la que hace a la pintura. Desde ese punto de vista, cualquier obra de arte es interactiva porque es el espectador quien con su proyección, su interpretación y su percepción crea a la obra. A mí me gusta esta idea, no tanto de la interactividad, sino de que la obra está incompleta", afirma el artista.
"El rol que tiene el participante es el de completar a la obra de una forma que está fuera de mi control", continúa. "La interactividad es interesante porque evita pensar al arte como algo completo, ensimismado u ontológico, y lo puedes ver más como una relación. Por eso creo que la interactividad te da esa sensación de complicidad, de personalización. Hasta cierto punto, lo más importante de eso es que la pieza está fuera de mi control.”
La interactividad es interesante porque evita pensar al arte como algo completo, ensimismado u ontológico, y lo puedes ver más como una relación.
La interactividad que le interesa a Lozano-Hemmer está lejos de ser una simple dinámica de entretenimiento. Las posibilidades que él ve en el acto interactivo también están en su potencia de establecer conexiones no sólo entre una persona y una máquina, sino entre las diferentes personas que la hacen funcionar. Un término que él utiliza para explicarlo es el de "conectividad".
“Hay dos filósofos que tomo de referencia: uno es Pierre Lévy, que habla de inteligencia colectiva y de la idea que los grupos pueden llegar a tener una especie de umbral de conocimiento. Por otro lado está Derrick de Kerchove, que habla de inteligencia conectiva", dice. "Lo que me gusta de eliminar la palabra ‘colectivo’ es que, en América Latina, en nombre de lo colectivo han sucedido los peores movimientos estéticos, críticos, sociales, políticos. Hay una idea muy de la Revolución Francesa sobre lo colectivo que no me gusta. Lo conectivo me interesa más porque identifica que todos somos diferentes. Lo que hacemos en estas piezas no es crear un ente homogéneo, sino conectar entre dispares. Esa es la distinción que me gusta hacer a partir del debate entre Lévy y Kerchove.”
Laboratorio artístico
La idea de la inteligencia conectiva como una vía para generar un encuentro entre múltiples diversidades no sólo está presente en lo que pueden detonar sus obras. Detrás de ellas también hay un equipo de producción y de trabajo que forman una especie de laboratorio artístico.
“Cuando estoy trabajando en una obra lo hago con todo un equipo, y con herramientas y vocabularios que no son míos, sino que tienen otros antecedentes. Lo que yo soy en realidad es una especie de director escénico de diferentes disciplinas", comenta. "Tenemos cuatro estudios: uno de metales, uno de computadores, uno de ensamblaje y uno de producción escénica. En ellos estamos 15 personas de tiempo completo, originarios de ocho países. Y a mucha honra hay ocho mujeres y siete hombres. Hay paridad de género, tanto en la dirección como en la producción. Es decir, hay dos directoras, dos directores y la mitad del equipo de programación son mujeres. Esto me parece importante, porque al final yo intento hacer obras que representen la diversidad que me interesa".
"El estudio es un lugar muy híbrido: hay arquitectos, ingenieros, artistas y programadores", añade. "Y trabajamos de dos formas: a partir de una nueva ecuación, fórmula o programación, pensamos qué obra podemos generar con este nuevo algoritmo. Y al contrario, puede surgir la idea de una obra y después generamos las tecnologías para hacer posible ese proyecto.”
Si bien en su taller trabajan constantemente en la generación de nuevas formas de programación, Lozano-Hemmer ve todo acto de producción y creativo como una suma de conocimientos. Así, no ve a la obra de arte como algo nuevo y su percepción como artista se aleja de la gastada idea del genio.
“El arte siempre fue así. Vivimos un momento en la modernidad en donde la gente pretendía hacer cosas nuevas. Hoy en día, alguien que piense que está haciendo cosas nuevas no ha estudiado, porque la realidad es que las variaciones son enormes", reflexiona. "En Tanque de corazonadas hay una serie de sensores que hacen que tu corazón se convierta en olas de agua. El juego de luces que vemos es una la colaboración entre tu corazón y el mío...”
Mientras me cuenta su funcionamiento, Rafael Lozano-Hemmer y yo activamos la pieza. Al colocar el dedo sobre un sensor, el pulso activa y genera el movimiento de pequeñas olas en un par de tanques con agua. Al mismo tiempo, sobre las paredes del cuarto oscuro en el que se encuentra la pieza, ese movimiento se proyecta en forma de ondas como si se tratara de un dibujo.
Hoy en día, alguien que piense que está haciendo cosas nuevas no ha estudiado, porque la realidad es que las variaciones son enormes.
“Hasta 3 personas pueden estar mezclando sus corazonadas. Lo que me gusta de esta pieza es que la experiencia visual siempre va a ser única porque depende de cuáles son los registros de las diferentes personas. El efecto parece muy digital pero es totalmente analógico", explica. "Casi todos los elementos que utilizamos en esta exposición [Latidos] forman parte de la historia de la tecnología. Por ejemplo, las huellas dactilares las descubrió Juan Vucetich en 1892, mientras que los tanques de ondas han existido desde hace 100 años. El pulso cardíaco se lleva midiendo cientos de años. La idea es utilizar diferentes momentos de visualización científica para representar estos registros de pulsaciones".
"Me gusta decir que estos proyectos son más bien vintage. Estas tecnologías están muy bien establecidas, las conocemos desde hace muchísimo tiempo. Toda la dinámica de fluidos, que es lo que me interesa hacer en esta pieza, tiene la enorme ventaja de que las variaciones siempre son infinitas. Lo que tú presentes siempre va a ser específico a ese momento. En comparación con el arte en video, que tienen bucles o loops que siempre se repiten, en esta pieza depende de quien esté; y si no está nadie no hay nada para ver. Siempre hay una invitación a que sea el público el que genere el ejercicio visual, el sonido, la grabación de imagen.”
La obra nunca es la misma
Precisar que sus proyectos se distancian del video, tiene mucho que ver con cómo se experimenta el paso del tiempo en prácticamente todas sus obras y el hecho de que cada una de ellas son efímeras. Pero, ¿cómo podrían ser efímeras si dentro de una exposición, por ejemplo, pueden verse varias veces y por múltiples personas? Aquí lo efímero recae justamente en la participación del público: la obra nunca es la misma en la medida en que distintas y muy diferentes personas se suman al proceso de creación. Y aunque pudiera parecer que por efecto de la programación se genera un archivo con los datos de los participantes, sucede todo lo contrario.
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El hecho de que lo que estás experimentando es algo efímero, le da más sentido a la obra de arte. Lo que estás viendo es cada participación que se va reciclando. Así tienes la sensación de ser parte de un río o de algo que está en constante devenir.
Esto habla mucho de un memento mori, de un recordatorio de que estamos aquí, vivos, por un tiempo muy corto. No quiero hacer un archivo [de cada participación], porque eso tiene una cualidad retentiva que no me interesa”.
Curiosamente, aunque efímeros, sus proyectos intervienen de diferentes formas la memoria para sobrevivir al paso del tiempo. No sólo porque en la interacción individual de la obra se imprime la experiencia que se tiene con ella como un recuerdo vívido, sino porque algunas de las obras de Lozano-Hemmer activan la memoria colectiva o, mejor dicho, conectiva.
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Es el caso de proyectos como Nivel de confidencia (2015), que a partir de un sistema de reconocimiento facial rastreaba las coincidencias entre los rostros de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa con los rostros de los participantes. Más allá de la búsqueda, que en términos concretos era fallida, el propósito del proyecto era mantener la memoria activa frente a un fenómeno que pretende ser olvidado como parte de nuestra historia.
En su último proyecto, Sintonizador fronterizo (2019), una serie de reflectores de alta potencia conectan, a través de la luz, las ciudades de El Paso, Texas, y Ciudad Juárez, Chihuahua. En cada lado de la frontera entre México y Estados Unidos se colocaron estaciones con altavoces, micrófonos y un dial, de tal forma que al activar el dial, se activaba la luz para atravesar el cielo hasta llegar al otro lado. Durante la activación, distintas personas se encontraban de uno y otro lado, haciendo que la luz de los reflectores se conectaran en el horizonte, mientras la voz de los participantes por los parlantes modulaban el brillo de las luces, como un destello similar a la titilación del código Morse.
El arte debe tener una resonancia cívica. Y como artista también eres ciudadano. Es importante que los artistas aceptemos el momento de intervenir esos momentos simbólicos para acercar a la gente.
Así, Sintonizador fronterizo no sólo borraba simbólicamente una de las fronteras geopolíticas más importantes y problemáticas del mundo, sino que buscaba recordar las relaciones históricas, culturales y civiles que han existido entre ambos países. Un gesto bellamente poético que aparece como una potencia del arte para hablar de nuestra realidad.
“El arte debe tener una resonancia cívica. Y como artista también eres ciudadano. Es importante que los artistas aceptemos el momento de intervenir esos momentos simbólicos para acercar a la gente. En mi caso no para crear puentes, sino para resaltar que esos puentes ya existen porque son comunidades hermanas", concluye.