I hate to tell you, mister, but only dead men are free” [Lamento decírtelo, pero solo los muertos son libres]. Lo afirma Bob Dylan en “Murder Most Foul”, la canción de 17 minutos sobre el asesinato de John F. Kennedy que publicó en marzo de este año, y con la que logró colocarse por primera vez en su trayectoria en el número uno de Billboard. No es por llevarle la contraria al Premio Nobel de Literatura de 2016, pero en su caso no está muerto y parece desde luego un hombre libre.
Bob Dylan: Un hombre libre
Bob Dylan hace lo que quiere y cuando quiere. “Trato de continuar en línea recta y seguir adelante”, dijo este año en una entrevista con The New York Times, la primera que concede en años. Por eso nunca ha pisado el freno. En junio, lanzó al mercado Rough and Rowdy Ways, su álbum de estudio número 39 y el primero con temas originales desde 2012. Las críticas fueron deslumbrantes y logró un éxito inesperado entre el público, incluso para él mismo. Fue número dos en ventas en la semana de lanzamiento, y marcó su 23ª ocasión en el top ten. Podríamos llenar fácilmente este texto de cifras, récords, reconocimientos y datos históricos. Como asegura el artista en su nueva producción: “I contain multitudes” [contengo multitudes]. Pero cuentan que el propio Dylan, de 79 años, no es nada propenso a mirar atrás. Quizá porque, cuando lo hace, se marea.
El 22 de noviembre de 1963, el día en que John F. Kennedy fue asesinado –“un buen día para estar vivo y un buen día para morir”, dice en su canción–, ya era un cantante imitado, que venía de revolucionar la música folk con su segundo disco, The Freewheelin’ Bob Dylan, y se había convertido en una de las principales voces de las protestas en Estados Unidos. Sin embargo, freewheeling significa “anárquico, desinhibido, despegado de normas y convencionalismos”, y pronto sintió que las organizaciones de derechos civiles lo “utilizaban” y se distanció de ellas. Poco después, causó un sismo en el mundo musical al “traicionar” al folk, agarrar una guitarra eléctrica y dar el salto al rock, en una transición muy polémica que cuenta Martin Scorsese en el documental No Direction Home (2005). Una buena parte del público lo abucheaba durante los conciertos.
Dylan, ya lo hemos dicho, es un hombre libre que rechaza pertenecer a organizaciones, apegarse a etiquetas o preocuparse por el qué dirán. En muchos de los espectáculos de su “etapa tardía” –tras su regreso a los escenarios desde que en 2001 ganó el Oscar a Mejor canción original por “Things Have Changed”–, se coloca en un lateral del escenario, sin dar la cara al público, sin saludar, y toca lo que le viene en gana ante una audiencia que, tal vez, esperaba escuchar una vez más “Like a Rolling Stone”. Para Dylan, lo importante no es él. “La letra es lo verdadero, lo tangible, no son metáforas. Las canciones parecen conocerse y saben que puedo cantarlas, vocalmente y rítmicamente. Casi se escriben solas y cuentan conmigo para cantarlas”, comentó a The New York Times.
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Ha pasado la cuarentena en su casa de Malibú, en California, soldando, pintando y mirando el mar. Eso no le impide permanecer atento a lo que ocurre en el mundo y en su país. Sus canciones –afirma– nunca hablan sobre el pasado, ni siquiera “Murder Most Foul”. Cuando dice que “el alma de una nación ha sido arrancada / y está iniciando una lenta descomposición”, no piensa en la época de JFK. Y así, este artista que ha ganado todos los premios pero no quiere recibir ninguno, que ha creado movimientos a los que no se adhiere y que solo escribe en habitaciones de hotel, lleva más de medio siglo manteniendo su relevancia.