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En el marco del Día del Orgullo LGBTQ+, el editor adjunto de Life and Style escribe una reflexión personal sobre su proceso de salida del clóset.
dom 28 junio 2020 09:35 AM
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Lo único especial que tienen algunas historias es que son nuestras. Comunes, predecibles y hasta contradictorios, hay fragmentos de nuestra vida que pueden cobrar una nueva dimensión al ser compartidos y llegar a alguien que los necesita para seguir adelante en su lucha diaria.

Comencé a tener conciencia de no ser como los demás a bastante temprana edad. Nunca me gustaron los deportes ni fui bueno para ellos, en su lugar, prefería dibujar o escuchar música infantil. Cantaba mucho y bailaba sin pena –algo que, por suerte, sigo haciendo hasta el día de hoy– y verdaderamente disfrutaba pasar tiempo con mi mamá o mi abuela. En ellas encontraba esa paz que, en ocasiones, todos los demás me negaban.

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Llegada la adolescencia, me fui dando cuenta de que las niñas eran muy buenas amigas, pero nada más. Y todo a mi alrededor me decía que eso no estaba bien.

Llegada la adolescencia, me fui dando cuenta de que las niñas eran muy buenas amigas, pero nada más. Y todo a mi alrededor me decía que eso no estaba bien. Alguna enfermedad o especie de maldición debía correr por mis venas y yo era el único ser con mi condición en todo Mérida, en todo México, en todo el mundo. La religión decía que no tenía nada en mi contra, siempre y cuando me negara a mí mismo, y eso hice por muchos años, tal vez demasiados.

Al analizarlo, me doy cuenta de que si hubiera tenido a mano más información, hubiera descubierto que en esa pequeña ciudad de provincia en la que crecí había más gente como yo. En mi familia, en las familias de amigos de mis papás, había personas que nunca se habían casado, que siempre estaban acompañadas de sus “mejores amigos o amigas”, mujeres que vestían con pantalones y camisas a cuadros, hombres con modales delicados… Y sus familias los querían y los aceptaban, pero ellos no eran como yo. Yo era el del problema.

Mi adolescencia y mi juventud temprana fueron años de angustia y desesperación internas que me llevaron a aislarme incluso de la gente que más me quería y a la que yo más quería. Había mucha rabia contenida en mí, había frustración por haber sido el único de mi especie en el mundo. Maldecía mi mala suerte y me refugiaba en un mundo interior en el que no podía hacer daño a nadie más. Recuerdo que muchas veces mi mamá me preguntaba por qué estaba molesto, me decía que le preocupaba mi carácter tan irascible. Y yo, con un nudo que cada día se hacía más grande en mi garganta, le decía que no tenía nada, cuando en realidad me ocurría todo.

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Con un nudo que cada día se hacía más grande en mi garganta decía que no tenía nada, cuando en realidad me ocurría todo.

Nunca nadie supo de aquel primer beso que di a mis 18 años y que vino cargado con toda la electricidad que imaginé, pero también con el sabor de la culpa y la vergüenza. En aquel entonces pensaba que un beso era la manera de sellar una alianza de amor verdadero –a veces, lo sigo pensando–, pero más temprano que tarde me di cuenta de que, al menos con él, no iba a ser así. Nunca nadie supo tampoco de aquellas lágrimas derivadas de ese primer golpe de realidad.

Viví en esta agonía hasta los 22 años, en los que intenté ser como todos los demás chicos que me rodeaban. Tuve una novia con la que terminé cuando me fui de intercambio a Estados Unidos, tras graduarme de la universidad. Aquellos meses lejos de casa fueron los primeros en los que sentí que podía respirar un poco más libremente. No me atreví a contarle a nadie mi “secreto”, pero tampoco tenía que dar ninguna explicación. Entonces me di cuenta de que lejos de todos los que me conocían, existía la posibilidad de ir convirtiéndome en la persona que sospechaba ser.

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Regresé a casa forzado por las circunstancias: mi mamá murió inesperadamente de un infarto. Y en ese momento me hundí en una neblina mental y emocional de la que no salí en varios años. Sin embargo, aunque el dolor era enorme, tenía mucha práctica en esconderlo. Me dediqué a ser ese hijo que mi mamá hubiera querido: a trabajar, a seguir haciendo las cosas tan bien como mis capacidades me lo permitían, a regirme por altos niveles de perfeccionismo, a ser un ejemplo. No puedo pensar en una época más triste en mi vida y, no obstante, en esos momentos –tal vez porque si no lo hacía hubiera quedado sepultado bajo el peso que me ahogaba– comencé a hablar de mi homosexualidad con personas de mi total confianza.

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Ni una sola me dio la espalda. Ni una sola. A pesar de muchas veces no entenderme, todos siguieron viéndome como al amigo que había sido antes de mi revelación. Todos me ayudaron a cargar el peso que se había ido acumulando a lo largo de los años y me dejaron claro que su afecto no estaba condicionado a mi preferencia sexual. Cómo me hubiera gustado haber sabido eso cuando me enamoré por primera vez y cuando, a las pocas semanas, me rompieron el corazón. Cuántos secretos más les hubiera compartido y cuántos errores y riesgos hubiera evitado.

A los 27 años me mudé a Madrid, donde estudié y viví un año. Ese fue el primer lugar en el que me di permiso de ser yo mismo desde el primer día. Quizás por eso le tengo tanto cariño a esa ciudad en la que conocí a algunos de mis mejores amigos y amigas. Ahí caminé de la mano con alguien de mi mismo sexo por primera vez y también le di un beso en público. Ahí fui completamente yo por primera vez. No sé si alguien que no haya pasado por algo similar sea capaz de entender la importancia de conquistar esta libertad, pero quien haya estado en esos zapatos sabe perfectamente a qué me refiero.

Un año después de regresar a Mérida, me mudé a la Ciudad de México y lo hice con la convicción de que nadie me iba a arrebatar eso que con tanto esfuerzo me había ganado. Estar nuevamente lejos de mi familia, de la gente que me conocía de toda la vida y de mis raíces, podía permitírmelo. Me decía que hablaría con ellos cuando fuera necesario, cuando tuviera una pareja, cuando llegara el amor correspondido, pero no me daba cuenta de que resistirme a atravesar esa última frontera ponía entre ellos y yo una barrera que me impedía compartirme con ellos por completo.

No me daba cuenta de que resistirme a atravesar esa última frontera ponía entre mis seres queridos y yo una barrera que me impedía compartirme con ellos por completo.

Finalmente, hablé con mi papá y mi hermana durante una visita que me hicieron a la Ciudad de México. Fue el día que me acompañaron a la ceremonia de graduación de un diplomado que estudié en el Tec de Monterrey. Tenía que ser así, después de demostrarles con un logro más que me merecía que me quisieran, de la misma manera que lo había hecho toda mi vida. En ocasiones, uno está convencido de que solo puede ser amado si saca buenas calificaciones, si se porta bien, si es el mejor de su salón o, incluso, de su generación, si consigue un gran trabajo, si tiene el mejor sueldo, la mejor ropa o el mejor coche.

Lo único que mi papá quiso saber en aquella conversación fue el porqué, pero no como un reclamo sino como una manera de saber si mi preferencia tenía que ver con algún error que él había cometido. “No puedo decirte por qué, es algo de lo que simplemente me di cuenta”, respondí. Esa noche, después de hablar con ellos, me salí de mi departamento y fui a una reunión a casa de unos amigos, todos gays. Fue una manera de escapar a la incomodidad de la situación, pero también de darle espacio a mi familia para que pudieran asimilar que, entre otras cosas, el único hombre de la familia no iba a contribuir a perpetuar el apellido. Al día siguiente, los acompañé al aeropuerto y cuando nos despedimos, mi papá me dio un abrazo muy fuerte y me dijo que todo estaba bien, que nada había cambiado entre nosotros y que su cariño por mí seguía intacto. La verdad es que sí había cambiado algo: ellos tenían delante una versión más honesta de mí y nuestro lazo se había vuelto más honesto.

Me tomó 33 años entender que me merecía el amor de esas personas por el simple hecho de ser yo. Me tomó 33 años reunir las herramientas que necesitaba para enfrentarme a la posibilidad del rechazo –que afortunadamente nunca llegó– o de la invisibilidad. Me tomó 33 años reunir el valor que necesitaba para decir en voz alta cuál era mi “problema”: me gustan las personas de mi mismo sexo. Y después de 33 años de negarme a mí mismo, de ocultar las mejores partes de mí, de apagar mi voz y mi alegría, me di cuenta de que no pasó nada. O mejor dicho, pasó todo. Comencé a reír otra vez, a vincularme con los demás desde un lugar más seguro, a no temerle a mis sentimientos, a ser yo.

Muchas personas hemos decidido abrir las puertas del clóset para preparar el camino, de la misma manera en que muchos y muchas valientes nos lo preparon a nosotros.

Puedo, con toda certeza, decir que ha sido uno de los pasos más difíciles que he tenido que dar en mi vida y que tengo a la familia y a los amigos más increíbles que alguien pudiera pedir. Trabajo en un medio en el que es casi una ventaja ser homosexual y en el que estoy convencido de que no se me ha negado una sola oportunidad por mi preferencia sexual. Soy enormemente afortunado, y eso no me hace olvidar que hay miles de personas en las calles de esta ciudad, de este país, que viven una realidad muy distinta; personas cuya vida depende de seguir guardando silencio; personas a las que el no guardar silencio les ha costado la vida; personas que se han quitado la vida para mantener el silencio.

Lo único que puedo decir a quienes hoy están en ese lugar en el que yo estuve hace unos años es que no están solos, que habemos muchas personas que hemos decidido abrir las puertas del clóset para preparar el camino, de la misma manera en que muchos y muchas valientes me abrieron el camino a mí. No hay prisa, pero hay que luchar para reunir las herramientas y los recursos que nos lleven a ese punto. Deben correr el riesgo de saltar cuando estén listos, pues abajo estamos todos los que descubrimos que cuando se da ese paso al vacío la única opción es volar. Nosotros mismos estamos construyendo una red de seguridad por si acaso algo saliera mal. E, incluso, aunque eso ocurriera, hay libertades por las que vale la pena correr el riesgo.

P.D.
1. ¡Gracias, pá! Creo que no cumplí ninguna de tus expectativas, pero nunca había estado más seguro de tu cariño.
2. Má, todavía tenemos una plática pendiente.
3. Mérida, eres y siempre serás la chica de mis sueños. No eres tú, siempre fui yo.
4. Amor, sigo esperando el momento en que por fin nos conozcamos.

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