Finalmente, hablé con mi papá y mi hermana durante una visita que me hicieron a la Ciudad de México. Fue el día que me acompañaron a la ceremonia de graduación de un diplomado que estudié en el Tec de Monterrey. Tenía que ser así, después de demostrarles con un logro más que me merecía que me quisieran, de la misma manera que lo había hecho toda mi vida. En ocasiones, uno está convencido de que solo puede ser amado si saca buenas calificaciones, si se porta bien, si es el mejor de su salón o, incluso, de su generación, si consigue un gran trabajo, si tiene el mejor sueldo, la mejor ropa o el mejor coche.
Lo único que mi papá quiso saber en aquella conversación fue el porqué, pero no como un reclamo sino como una manera de saber si mi preferencia tenía que ver con algún error que él había cometido. “No puedo decirte por qué, es algo de lo que simplemente me di cuenta”, respondí. Esa noche, después de hablar con ellos, me salí de mi departamento y fui a una reunión a casa de unos amigos, todos gays. Fue una manera de escapar a la incomodidad de la situación, pero también de darle espacio a mi familia para que pudieran asimilar que, entre otras cosas, el único hombre de la familia no iba a contribuir a perpetuar el apellido. Al día siguiente, los acompañé al aeropuerto y cuando nos despedimos, mi papá me dio un abrazo muy fuerte y me dijo que todo estaba bien, que nada había cambiado entre nosotros y que su cariño por mí seguía intacto. La verdad es que sí había cambiado algo: ellos tenían delante una versión más honesta de mí y nuestro lazo se había vuelto más honesto.
Me tomó 33 años entender que me merecía el amor de esas personas por el simple hecho de ser yo. Me tomó 33 años reunir las herramientas que necesitaba para enfrentarme a la posibilidad del rechazo –que afortunadamente nunca llegó– o de la invisibilidad. Me tomó 33 años reunir el valor que necesitaba para decir en voz alta cuál era mi “problema”: me gustan las personas de mi mismo sexo. Y después de 33 años de negarme a mí mismo, de ocultar las mejores partes de mí, de apagar mi voz y mi alegría, me di cuenta de que no pasó nada. O mejor dicho, pasó todo. Comencé a reír otra vez, a vincularme con los demás desde un lugar más seguro, a no temerle a mis sentimientos, a ser yo.