Aquel adolescente bajito y esmirriado que hace 15 años anotó su primer gol con el Barça, le ha puesto su nombre a la época más competitiva del futbol. ¿Cómo será valorado en el futuro?
Ahora no es solamente ahora. Si el tiempo en el futbol suele calcularse en plazos fijos –noventa minutos, una temporada, cuatro veranos de guardia entre mundiales–, la unidad básica del juego es una medida mucho más elástica: el instante. De naturaleza urgente pero con la particularidad de seguir recreándose una y otra vez en la retina o en la memoria, el instante termina por ser tan epifánico como omnipresente. Es ahí, en esa diminuta rasgadura donde el goce estético se disloca a placer, que conseguimos regatear la tiranía de la secuencia unívoca. Por eso ahora es ahora pero también, por ejemplo, domingo 1 de mayo de 2005. Un instante que lleva sucediendo 15 años.
Estamos en el Camp Nou y Frank Rijkaard todavía se sienta en el banquillo del Barcelona. El ocaso del torneo se aproxima y el Albacete, con una segunda vuelta desastrosa, visita la Ciudad Condal ya con un pie en la división de ascenso. El Barça, en cambio, marcha líder aunque viene de un año en blanco y con el Real Madrid pisándole los talones a falta de cuatro jornadas. Eran otras épocas. El Valencia era el campeón vigente, La Liga se llamaba Primera División y las heridas de los ataques terroristas del 11-M aún no empezaban a cicatrizar.
Pero entonces es también ahora: en lo alto del graderío el reloj marca el minuto 87. Con solo un tanto de ventaja, Rikjaard decide modificar su planteamiento y el 9 de Samuel Eto’o, autor del gol, aparece en el tablero luminoso del cuarto árbitro. El camerunés se va directo a las duchas y su lugar en el campo lo ocupa un adolescente bajito y esmirriado, con el número 30 a la espalda. Lleva melena por encima de los hombros y la camiseta metida en el short. No tiene tatuajes. Pocos futbolistas los llevan.
A Messi —ese es el nombre en el dorsal— se lo conoce apenas de oídas. De lo que cuentan sobre él, siempre maravillas, en su paso por el filial. Por las pinceladas esporádicas que ha dejado su docta zurda de novato y la potencia de sus arranques en la banda. Pero la realidad es que debutó hace menos de seis meses con el primer equipo, y los aficionados culés apenas lo han visto jugar un puñado de minutos repartidos entre los colofones de partidos ya resueltos.
A primera vista, el cambio parece la típica maniobra para mantener el resultado. ¿Cuántos instantes de eternidad cabrán en tan pocos minutos? Messi –que por entonces juega donde haya sitio– permuta su carril natural y en la primera pelota que toca recibe una entrada durísima por detrás. Lejos de arredrarlo o calentarle la cabeza, al joven Messi el contacto parece darle igual: se reincorpora y sin apenas gesticular vuelve a su posición. Debe aprovechar los minutos, transmutar la rebaba en oro. Una segunda jugada llega a final capcioso: luego de bajar un bombón de Ronaldinho y quedar solo frente al arquero, el argentino la manda a guardar de cuchara, pero el árbitro invalida el gol por fuera de juego. La tercera, carrera y centro filoso que por poco termina en gol de Andrés Iniesta.
Entonces llegaría un cuarto contacto: ya con el tiempo añadido en marcha, el zurdo va a pelear un balón por arriba contra su marca, lo saca con el hombro, esquiva un hachazo y al girar encuentra de nuevo a Ronaldinho, quien le devuelve un globo con frac. Messi nota al arquero adelantado, amaga con bajarla pero en cambio cubre el bote con el cuerpo y después, como si se tratase de una calca del gol nulo, traza una curva delicada que termina en el fondo de la red.
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¿Con qué lente se captura un instante? ¿Cuánto tardan en desaparecer las secuelas fantasmagóricas del gesto? Es imposible calcular sus causas o secuelas porque el futbol, cuando se mira como se vive, no es otra cosa que una sucesión de intervalos sindicados por el afecto. Por eso hoy es 1 de mayo de 2005 y Lionel Messi acaba de marcar su primer gol oficial con la samarreta blaugrana.
¿Es el sucesor?
Buscamos respuestas en el inicio. Un punto de partida estable que nos ayude a dar cuenta del recorrido. Pero el ayer no es un paraje inmóvil del pasado sino, más bien, una continua tensión dialéctica que nos conecta con el presente de formas siempre misteriosas.
Por eso la historia de Leo Messi no arranca al llegar a Barcelona en el 2000, cuando en Argentina ni los clubes que lo pretendían ni sus padres podían comprometerse a pagar más por las hormonas de crecimiento que cada noche el futuro crack debía inyectarse en los muslos. Ni en esos primeros días de entrenamiento en La Masía, cuando nadie le pasaba la pelota y sus compañeros hablaban en catalán para que no entendiera que se burlaban de él. Tampoco unos años antes, cuando fichó por Newell’s y a pesar de su corta talla ya podía advertirse el jugador en el que se convertiría. Ni siquiera aquella tarde mítica en la que con cuatro años y bajo la supervisión de su abuela y Salvador Ricardo Aparicio, entrenador del Grandoli, el club del barrio homónimo en Rosario, la pulguita marcó sus primeras gambetas en un campo de tierra.
La historia que recorre a Messi, la que lo atraviesa y al mismo tiempo lo define, empieza mucho antes del 24 de junio de 1987, fecha de su nacimiento, y es a la vez destino y casualidad.
En su famoso ensayo “El escritor argentino y la tradición”, Jorge Luis Borges se niega a aceptar el influjo localista que convoca a hablar únicamente de orillas y estancias, y aboga por el universalismo como tradición definitiva de la literatura argentina. “Porque o ser argentino es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara”. A pesar de que su obra fue siempre reconocida en su país de origen, Borges, como muchos otros insignes connacionales –Juan José Saer, Julio Cortázar, Juan Gelman, Copi o Juan Rodolfo Wilcock, por nombrar algunos– supo cumplir con la sostenida tradición intelectual argentina de morir en el exilio. Otros no tuvieron tanta suerte y el legado de sus letras demoró en volver a casa.
Argentina es por igual un país de inmigrantes y emigrantes. Pero cada argentino que se va provoca en el que se queda un sentimiento que fluctúa entre el reproche, el desdén y el embeleso. No quedarse a “bancársela” se considera un acto de alta traición. Por eso no ha de extrañarnos que el país donde más detractores encuentre el futbol de Messi sea en el suyo. Muchos aficionados no le perdonan dos cosas, ambas disparatadas y, en gran medida, imposibles de realizar: que nunca haya jugado en Argentina y que no sea Maradona.
La búsqueda del sucesor es casi un acto de fe, el último sacramento de una religión pagana que ha perdido a todos sus dioses. Se trata de una pesquisa odiosa, pero vigente, en la que la psique del aficionado argentino, una vez roto Ariel Ortega y trivializado Pablo Aimar, decidió poner en Messi todas sus esperanzas. Pero de un divino no solo se esperan goce estético o títulos, sino cierta sensibilidad, la marca del ídolo popular, milagros en tiempos de necesidad.
“Diego logró algo que muy pocos consiguen; no solo era el mejor del mundo, sino que hacía que los que jugaban a su lado dieran siempre lo mejor de sí mismos. Esa capacidad de imantación, de irradiar talento, lo convertía en un líder excepcional. Messi es muy distinto, no tiene el temple de liderazgo que, por ejemplo, Cruyff tuvo dentro del Barça”, me escribe Juan Villoro por correo.
A pesar de tener un oro olímpico en la vitrina y haber llegado a tres finales –dos en Copa América y la del Mundial en Brasil 2010–, Messi nunca ha podido ganar un trofeo mayor con su selección. Y es que ungirlo con el sobrenombre de “Messías” ya es destino. Hace alusión al hijo, a una hipotética segunda venida, a la sucesión. Esta profecía es el gran misterio del futbol argentino y antecede incluso la aparición del propio Maradona.
El escritor Simon Kuper cuenta que fue el conocido periodista Borocotó quien propuso, en los albores de la década de los 30, construir un monumento en el Gran Buenos Aires al inventor anónimo de la gambeta, ese símbolo de identidad nacional.
Esta efigie tendría la forma del típico pibito de potrero: un chico con la cara sucia y pan de ayer entre los dientes. Cuando en Argentina, un país con resaca de triunfos añejos, se supo del pibito que la rompía en el Barcelona, no tardaron en ponerle facciones a la estatua. Pero Leo, con toda la picardía y el talante criollo que forjó a orillas del Paraná, abreva también de otra tradición. La de los oriundi que volvieron al Viejo Mundo. La que les puso encima la azzurra de la selección italiana a los Sívori, los Angelillo y los Maschio. Con la pequeña diferencia de que aun en el exilio, Leo decidió defender la albiceleste.
De haber fracasado como proyecto de futbolista, a Messi la hinchada simplemente lo habría ignorado. Lo que no le perdonan es que lo haya ganado todo con la camiseta de un club extranjero. Que no haya jugado para Boca o para River. Que no se coma cada domingo las puteadas habituales de la grada o los atascos en la avenida 9 de julio. En Barcelona, en cambio, vive una vida tranquila. A su ritmo. Fuera del tiempo. Pregunten por ahí: preferirían perder a la Sagrada Familia antes que a Leo.
Casi 700 goles y más de 850 partidos después de aquella primera diana contra el Albacete, el debate sobre si Leo Messi es o no el mejor jugador del mundo está más que clausurado. Primero porque tasar el arte en términos de efectividad es un despropósito y después, porque su único rival ha terminado por ser el tiempo, ese mismo que parece detenerse cada vez que tiene la pelota cerca.
En español, la palabra tiempo sirve para designar tanto el conteo cronológico como el entorno atmosférico: uno es el tiempo que se escapa, el otro el tiempo que hace. En algún punto la ambigüedad polisémica choca contra sí misma y los contornos entre ambos términos se difuminan. Porque si el clima es soleado cuando Messi alinea, ese lapso paralelo, el que se mide en canas y años, comienza a asomar su mal genio como un conato de borrasca en el horizonte.
Puede que nos cueste creerlo pero Messi no será eterno. Aunque a sus casi 33 siga brindando semana a semana instantes de genialidad, rompiendo marcas y liderando todas las estadísticas que le competen, estamos tan mal acostumbrados a su ilustre regularidad que cuando decida colgar los botines el vacío será insostenible.
Los que lo hemos disfrutado hemos tenido suerte. Va a ser muy difícil, si no imposible, que vuelva a salir un jugador como él
Abraham González
“Compartí con él en la época de (Pep) Guardiola. Cuando se retire va a ser complicado para el Barcelona y para el futbol. Los que lo hemos disfrutado hemos tenido suerte. Va a ser muy difícil, si no imposible, que vuelva a salir un jugador como él”, me cuenta Abraham González, mediocampista del AEK Larnaca de Chipre, exjugador de Pumas de la UNAM y antiguo compañero de Messi en el Barça.
Otro egresado de La Masía y viejo conocido del futbol mexicano (vistió las camisetas de Cruz Azul y Santos, entre otras), el ahora comentarista Marc Crosas, considera que Messi marcará un antes y un después en el Barcelona, aunque sin duda habrá vida después de su retiro: “Por lo que ha significado, por lo que es, estamos hablando del mejor jugador en la historia del Barça. No quiero compararlo con nadie pero del Barça se han ido Maradona, Romario, Ronaldinho, y el club ha sabido reinventarse. Con la misma ideología y el futbol de cantera. Sin embargo, espero que nos dure mucho todavía”.
Tarde o temprano ese momento que cualquier aficionado al futbol teme, llegará. Tal vez entonces, desde la orfandad, podamos sopesar su legado como se merece, no solo en relación a los tiempos que corren sino en un marco mayor, el de la historia del deporte. O quizá no. Quizá echemos en falta la dimensión dramática que nunca pudimos extraerle.
Resulta curioso: Messi, un futbolista ajeno al tiempo, es también el hombre que le ha puesto nombre propio a una era. Escapa a cualquier otra medida que no sea la suya y a la vez ha hecho de sus piernas manecillas. No estamos hablando del virtuoso irregular que cada tanto deja un detalle para la eternidad ni tampoco de la máquina infalible, alienada y acaudalada que el progreso pretende vendernos como ejemplo del futbolista moderno.
En esa disputa, en ese no encajar o encajar a tramos, de alguna manera se cifra la grieta de incomprensión a su alrededor. Porque lo mismo vende un millón de botines con su firma que en simultáneo cultiva una vida familiar cuya dinámica, en la medida de lo posible, se mantiene alejada del cotilleo y los designios de la prensa rosa.
En realidad, Messi puede desbordar deleite a mansalva porque también posee números para complacer a los acólitos de los hechos. Quizá ese sea un sino de los tiempos que corren: al normalizar lo sublime, Messi suspende el simulacro y, a la vez, lo alimenta. Sus vitrinas están colmadas de premios individuales y a nivel clubes ha ganado todo lo que puede ganarse. En la cancha combina la fantasía lúdica y tecnológica de la PlayStation, y la ubicuidad del player de otra época convencido de que antes que el jugador es la pelota la que debe correr.
Su carrera despegó de forma meteórica para después mantenerse en el firmamento. Hombre de un solo club y emblema de una única ciudad, su rostro aparece reproducido por doquier y las camisetas con su nombre se venden en casi cualquier lugar del mundo.
La pregunta es si acaso en este futbol desterritorializado, de giras en Asia, petrodólares y patrocinios millonarios en el que subrayar lo local es una manera de posicionar una marca en el globo, es posible permanecer en un solo lugar. El nacionalismo ocasional de la fecha FIFA y los torneos de verano ha sido permutado por un tenedor libre de trasnacionales que no dejan un solo día de la semana sin copar las pantallas. Y Messi es la cara de esta presencia exhaustiva que no deja de parecer artificial o, al menos, poco profunda, fraccionada al infinito, desmenuzada en todos los resquicios de la realidad. Una imagen digital liberada de su propio cuerpo.
Es difícil saber cómo será valorado en el futuro porque desde ahora carece de cierta dimensión legendaria. También es difícil imaginar al equipo sin él. El Barça es ‘más que un club’ y Messi es más que un jugador
Juan Villoro
“Como todos los genios, Messi es irrepetible e indescifrable. A diferencia de talentos que permanecen ignorados por mucho tiempo, desde la infancia ha ejercido sus prodigios en la luz pública sin que se le puedan poner objeciones. Es difícil saber cómo será valorado en el futuro porque desde ahora carece de cierta dimensión legendaria. También es difícil imaginar al equipo sin él. El Barça es ‘más que un club’ y Messi es más que un jugador”, me contesta Villoro cuando le pregunto sus pronósticos de posteridad.
Entonces pienso en los instantes que Lionel Andrés Messi Cuccittini nos ha regalado. Son copiosos, diversos, bellos. Lo sé. Se trata, quizá, del pelotero más sublime que ha dado este deporte. Y, sin embargo, no consigo recrearlos de memoria ni tampoco recordar el tono que los enuncia. Es otra voz, lejana. Una que, quizá, no encontrará otro eco en el tiempo.