Bienvenidos al paraíso. Así es un día en el museo de Harley-Davidson
El sonido que se escucha a la distancia es único. Es un motor que retumba. Que se impone por encima de cualquier otro ruido. Que captura la atención y dimensiona el espectáculo. Es el toque de distinción y el sello de identidad de Harley-Davidson, una marca legendaria que hoy nos abre las puertas de su sala de trofeos. Es, sin dudarlo, la marca de la casa y, aunque aún nos faltan unas cuadras para llegar, mientras cruzamos el río Menomonee, es un estruendo que domina el ambiente.
Es un rugido particular —en realidad, como 200 rugidos particulares— el que sale de los motores V-Twin que anuncia que estamos en ‘territorio Harley’, como suelen llamar los vecinos de Milwaukee a los cerca de 12 mil metros cuadrados que ocupa el museo Harley-Davidson.
El cuero parece ser la única prenda aprobada entre los cientos de motociclistas que, de manera ordenada —en una imagen más que curiosa—, están formados en el número 400 de Canal Street esperando el turno para entrar a su catedral. En este refugio les explicarán quiénes son, de dónde vienen, a dónde van y por qué deben traer puesto el chaleco de piel aun cuando el calor, en realidad, es insoportable.
Estos prospectos de ‘Ángeles del Infierno’ parecen niños en cuanto se abren las puertas. Corren de un lado al otro. Suspiran. Ríen. Las barbas se erizan. “¡Ahí está la Panhead!”... “¡Mira esa Flathead!”... “No puede ser, ésa es una Knucklehead de 1909”. No paran de suspirar y apenas están en el anfiteatro que explica cómo los hermanos Arthur y Walter Davidson se unieron a William Harley para crear, en el patio de su casa, un taller de motocicletas, en 1904.
El primer año fabricaron sólo 12. Tres años después, 150. Y tras la primera década de la compañía, cerca de 17 mil, convirtiéndose en un referente inmediato de Estados Unidos. Al menos, eso es lo que intenta explicar una de las galerías interconectadas en la que se retoma el momento en que cambió la historia de Harley-Davidson, en la Primera Guerra Mundial. Ahí, la compañía, contratada por el ejército, le dio identidad a un país que buscaba dominar el mundo y, de paso, cambió su propia historia —algo que se repetiría en la Segunda Guerra Mundial—.
Los de chaleco siguen corriendo. Siguen emocionados. Ahora, que parecen estar frente al santo grial del motociclismo, la Harley-Davidson Serial Number One, alguno parece detener la lágrima que quiere correr por un rostro marcado por los kilómetros en carretera. “No se trata de tener una Harley-Davidson, se trata de tener el estilo de vida de Harley, hijo”, comenta uno de ellos, el que luce como el alfa entre los alfas, a su hijo. El pequeño comienza a comprender que aquí está la historia de su padre, la primera cita con su madre y, quizá, hasta su procreación.
Varias motocicletas después, la salida nos presenta las plantaciones de arroz que sirven como telón de la vieja fábrica que, hoy, resguarda la historia de una marca que por más de un siglo ha llevado a hombres y a mujeres a tener un solo objetivo en la vida: manejar, por unas horas más, su Harley-Davidson.