Nos referimos a la violencia. No la suscitada entre dos o más jugadores, ni siquiera entre equipos completos, aun cuando la historia esté plagada de episodios que ejemplifiquen la rivalidad deportiva llevada al caos. Como la famosa pelea ocurrida en el América contra Chivas de 1983 suscitada por una goleada rojiblanca y sobre todo por las mofas del mismo equipo y muy especialmente de Roberto Gómez Junco contra la banca azulcrema que no soportó perder contra su acérrimo rival y no perdió la oportunidad de desquitarse con los puños. O la batalla de 1984 entre los Padres de San Diego y los Bravos de Atlanta comenzada por un pelotazo accidental en la primera entrada que provocó distintas agresiones deliberadas a lo largo de todo el juego hasta que todo se salió de control en la octava. La tensión fue tal que la violencia no tardó en llegar a las gradas, algo inusual en un deporte como el beisbol.
Nos referimos a una ira acumulada que termina por abandonar los campos para invadir no sólo las gradas, sino para llegar aún más allá. Al deporte fuera de control que deja atrás cualquier indicio de competitividad para caer en el terreno de la brutalidad y obligar a la toma de decisiones urgentes que eviten mayores crisis incluso de carácter sociopolítico.
Problemas en las gradas
Todos los deportes despiertan pasión y como tal son capaces de generar tensión y conflicto, pero si a partir de ahora nos referimos primordialmente al futbol es por ser el más popular del mundo y por ende, el que más veces se ha visto manchado por la violencia. Dicho esto, lo ocurrido en el Querétaro contra Atlas es un hecho inusual, pero tristemente dista mucho de ser la primera vez que ocurren este tipo de catástrofes.
El ejemplo por excelencia es el hooliganismo, un término nacido en Inglaterra a finales del siglo XIX para referirse al área londinense de Lamberth y rescatado hacia 1960 para referirse a la denominada enfermedad de futbol. Sus síntomas consisten en grupos de pseudoaficionados que viven el juego desde la violencia, con actos vandálicos antes y después de cada partido, ocurridos al interior de los estadios para también en los alrededores de los mismos. Esto para festejar una victoria o para lamentar una derrota. Su historia está plagada de infamia y de auténtico terror, al grado que los organizadores de eventos de primer nivel como sería el caso de la Copa del Mundo no sabían cómo reaccionar ante su llegada al país anfitrión. Y aun así nadie tomaba verdaderas medidas al respecto.
La hostilidad alcanzó un punto de no retorno durante el llamado desastre del estadio Heysel ocurrida en Bruselas durante la final de la Copa Europea entre Juventus y Liverpool. Las agresiones comenzaron una hora antes del partido con los hinchas británicos lanzando toda clase de objetos a su contraparte italiana y aumentaron conforme se acercaba el silbatazo inicial con la infiltración de hooligans entre seguidores del equipo contrario y aficionados neutrales. Esto provocó un intento de escapada masiva que terminó convirtiéndose en una estampida humana que dejó 39 fallecidos, 600 heridos y 34 arrestos a su paso. El diario The Daily Mirror describió el suceso como “el día en que el futbol murió”.
Fue entonces cuando las autoridades británicas y europeas hicieron grandes esfuerzos por contener la propagación de este fenómeno con arrestos, sanciones económicas a los clubes y el veto de equipos británicos en distintos torneos internacionales. El panorama no empezó a cambiar sino hasta la Copa del Mundo 2002, cuando los aficionados del equipo de la rosa mostraron por primera vez en mucho tiempo una mejor actitud ante la victoria y la derrota. Todavía hay chispazos, pero hoy día puede decirse que el problema ha sido virtualmente erradicado.
Más complicado de resolver ha sido el problema de las barras cuyos excesos, presuntamente a favor del espectáculo, suelen incluir una intimidación tan intensa del equipo contrario que en más de una ocasión termina en violencia. Se les relaciona con los torneos sudamericanos y muy especialmente argentinos, pero en realidad es una práctica que trasciende fronteras al encontrarse en territorio africano y europeo. De hecho, especialistas coinciden en que algunas de las más brutales pertenecen al viejo continente, concretamente a Serbia y Hungría.
Por años México estuvo exento de estos problemas y era común escuchar que nuestro país podía presumir una convivencia familiar en los estadios. Esto cambió cuando Andrés Fassi, directivo de Pachuca, considera que el futbol mexicano es demasiado aburrido y decide imitar el modelo de su natal Argentina con la instauración de la barra Ultra Tuza. No pasa mucho para que otros clubes copien la idea con el fin de hacer que sus respectivos estadios pesen más. Lo cierto es que todavía estamos lejos de la violencia vivida en otros lugares del mundo, pero también que las barras hoy día representan un problema que ningún directivo nacional sabe cómo erradicar.