Para dimensionar la versatilidad del whisky hay que echar un vistazo a finales del siglo XV, un par de décadas antes de que el destilado se popularizara. En las Tierras Altas de Escocia vivía sir John Stewart, conde de Atholl, quien tenía una famosa rivalidad con Iain McDonald, líder de una rebelión contra el rey británico. Cuando el conde descubrió que su enemigo bebía agua de su pozo, decidió aprovechar la situación. Agregó al agua miel, whisky y avena, con lo que no solo emborrachó y capturó al enemigo, sino que creó la base de uno de los primeros cocteles con scotch: el Atholl Brose. Sus ingredientes, más parecidos a los de un desayuno que a los de un trago, resaltan notas dulces y frutales comunes en el whisky, como la manzana roja y, claro, la miel. El resultado es un equilibrio entre cereal, fruta y alcohol. Sin embargo, es peligroso: después de probarlo, cualquiera podría cuestionarse si realmente hay una hora del día en la que sea un descaro beber.
Avancemos al Nueva York de 1894. El lujoso Waldorf Astoria, ubicado don- de hoy está el Empire State, estaba de gala para la presentación de Rob Roy, una opereta del compositor Reginald de Koven sobre Robert Roy MacGregor, un prófugo de la justicia convertido en icono del folclore escocés. Para celebrar el estreno, se creó un coctel del mismo nombre. Al tratarse de una bebida hecha con vermú, bitters y un jarabe de cereza opcional, se podría decir –y con buena razón– que no es más que un Manhattan con whisky en lugar de bourbon. Y sí, lo es. Sin embargo, basta probar los dos tragos para darse cuenta de la diferencia que existe entre ambos destilados. El escocés le da al coctel un perfil menos dulce que, en conjunto con el resto de los ingredientes, ofrece un trago amargo de una elegancia indiscutible.