Así fue el día que conocimos a Woody Allen
El uniformado portero de un elegante edificio de Park Avenue, me guió hacia el fondo de un pomposo pasillo cuajado de muebles refinados y jarrones con flores. A la derecha, una vieja y humilde puerta de madera parecía no pertenecer al lugar donde la colocaron. Al otro lado, el refugio secreto de Woody Allen: una oficina pequeña y sin ventanas donde reinaba un caos de libros, cajas y estanterías donde se apilaban las latas de sus películas. Pocos días antes de que el director de Annie Hall o Manhattan, estrenara Medianoche en París en el Festival de Cannes de 2011, tuve el privilegio de ver la película y entrevistar al genio para la revista española XL Semanal. Sentado en el sofá de una pequeña sala de proyección tapizada en terciopelo, Allen, tenía el mismo aspecto de siempre: percha menuda, gafas de pasta, pelo canoso, expresión trágica…
Sin publicistas ni asistentes revoloteando alrededor, Allen me habló de todo. De que los europeos siempre han entendido mejor su cine que sus compatriotas, de que escribe sobre las clases pudientes porque sus amigos del Upper East Side son “banqueros, abogados y brókers que sufren y hacen tanto el ridículo como cualquiera”, de que nunca ha vivido una crisis creativa ni conoce la maldición de la hoja en blanco y de que le hubiera gustado ser un aristócrata francés en la belle époque (“aunque entonces no era fácil ser judío”). El ingenio se colaba, sin esfuerzo aparente, en todas sus respuestas. Igual que su famoso pesimismo: “El ser humano es una especie fallida, como los dinosaurios. Lo intentamos, pero no funcionó”, decía. Y, pese a todo, Allen renegaba del mito de bicho raro que sus fobias –es hipocondriaco, sufre agorafobia, claustrofobia…– se han encargado de construir de él. “La gente cree que soy mucho más excéntrico de lo que soy. Uno de mis psicoanalistas me dijo una vez: ‘Cuando viniste a mi consulta por primera vez, pensé que serías fascinante, pero eres igual que un contable’. Y es verdad”.
Me fascinó escuchar que él y Diane Keaton siguen hablando “constantemente” por teléfono, pero que, aunque le encantaría volver a rodar con su musa, hacer una comedia romántica le resultaba triste a su edad: “Si no puedo ser el galán, el resto de papeles me aburren”. Al final de la entrevista, le pregunté cuál creía que era el mayor logro de su vida. Y en vez de evitar el tema más espinoso de su biografía –su relación con Soon-Yi, hija adoptiva de Mia Farrow, su pareja durante una década– se sumergió en él de lleno. “Mi mayor logro fue casarme con una chica que había tenido una vida terrible. Era una huérfana en Corea, con cinco años vivía en la calle y comía de la basura, luego pasó por un orfanato y, más tarde, fue adoptada y seguía siendo muy infeliz. Yo la conocí, me enamoré de ella y le he dado una vida maravillosa: ha podido estudiar, tener hijos, vivir en un barrio agradable… He sido capaz de darle una vida feliz. No es una contribución anónima a la caridad, sino una persona a la que veo cada día, que ha florecido ante mis ojos. Ese es el mayor éxito de mi vida”.
Ver Medianoche en París en la pequeña y vetusta sala de proyección privada que Woody Allen tiene en su oficina neoyorquina fue uno de esos pocos instantes mágicos que, de vez en cuando, te regala esta profesión. Al finalizar la película, allí estaba él: tan menudo como me lo esperaba, pero mucho más ingenioso. La charla fue una delicia y uno de mis mejores recuerdos como periodista”.