Jorge Valdano te cuenta de manera personal por qué nos vuelve locos el futbol
Nací en un pequeño pueblo en el que saber jugar al futbol significaba mucho. Todos los días los pibes del barrio, sin importar la edad, improvisábamos un partido en el “campito de la iglesia”. El rito diario comenzaba con “la pisada” entre los dos “jugadores” mayores, y seguía con la formación de los equipos: “el cabezón”, “el negrito”, “el laucha”...
Yo no tenía más de once años pero, generalmente, me elegían de los primeros, antes que a algunos compañeros que tenían los inalcanzables catorce. Ahora que lo evoco aquello era sensación de poder, porque tener prestigio en el potrero era tener prestigio en todos lados. Ni cuando fui citado por Menotti y Bilardo para jugar los Mundiales del 82 y el 86, me he vuelto a sentir tan importante. En aquellos partidos el futbol me enseñó nociones de solidaridad, de repartición de roles, de dignidad. También, la conciencia del poder.
Muchos años después jugué al lado de Diego Maradona y entendí que lo que a mi me pasaba en el “campito de la iglesia”, a él le ocurría a escala Mundial. Sobre futbol y poder Maradona podría escribir una enciclopedia. El día de su despedida en la cancha de Boca Juniors, me quedaron grabadas dos imágenes extraordinarias. La primera tenía que ver con el agradecimiento de una multitud que lloraba por el adiós de su ídolo. Abuelos, hijos y nietos se abrazaban como si estuvieran despidiendo para siempre a un familiar.
La segunda imagen tiene que ver con el mismo Maradona, gordo, con el pecho inflado y sin tener ninguna duda de que merecía ese tratamiento de rey. Desde su merecida fama como genio del futbol, Diego se ha transformado en una autoridad emotiva para millones de argentinos. Lo curioso es que su prestigio como futbolista le confiere autoridad para sentar cátedra sobre cualquier tema. Haga lo que haga, diga lo que diga, tiene el beneficio de la impunidad. Un malentendido que la sociedad del espectáculo ya ha consagrado como normal, y que consiste en hacernos creer que la fama convierte a determinados personajes en una unidad de medida. Ahí está el principal vínculo entre futbol y poder: su calidad de juego célebre proyecta sugestiones, simbolismos, una especie de energía moral que otorga derechos.
Eso puede proyectarse también en un equipo. Un campo de futbol puede ser el lugar donde la sociedad exprese sus frustraciones, sus sentimientos reprimidos. En tiempos del Franquismo, el Camp Nou se convirtió en un refugio para la identidad de muchos catalanes, de modo que todos conocíamos el alcance político de la célebre frase “el Barça es más que un club”. Nadie lo explicó mejor que Manuel Vázquez Montalbán en la revista Triunfo de la década de los setenta. Fue tal el impacto que me produjeron aquellos artículos que, desde entonces, jugar al futbol tuvo para mí otra profundidad. Murió Franco, murió Vázquez Montalbán, pero no murió la significación que el Barcelona tiene para millones de catalanes. Esa capacidad representativa que tiene el futbol, le confiere el poder de construir identidades.
Pero la palabra poder nos remite a posesión, a dominio… Siempre que miro un gran partido por televisión, cuando el ojo inquieto de la cámara me lleva de los jugadores a los árbitros, de los entrenadores a los directivos, de los hinchas a los periodistas, me pregunto: ¿A quién le pertenece el futbol?
La respuesta tiene el mismo grado de complejidad si digo “a todos” que si digo “a nadie”. Cuando ese maravilloso poder difuso se concentró en poca gente, fue debido a un interés extra futbolístico que derivó en una manipulación y terminó en escándalo. Porque este poder simbólico, que desprende una colosal energía sentimental y mediática, cuando es transferido al ámbito político o económico, se convierte en un poder real.
El Mundial 78, en el que la FIFA de Joao Havelange bendijo a la Junta Militar más sangrienta de la historia golpista de Argentina, es el ejemplo supremo. Una extraordinaria máquina propagandística que utilizó el futbol para buscar legitimidad dentro y fuera del país. El título fortaleció a la dictadura, es cierto, pero treinta años después la dictadura le quitó dignidad al título. Desde entonces, política y futbol no paran de coquetear.
Personajes como Jesús Gil en España a través del Atlético de Madrid, Silvio Berlusconi en Italia desde el Milan, o Mauricio Macri en Argentina aprovechando la fuerza popular de Boca Juniors, se han valido del futbol para conseguir una visibilidad y un prestigio que luego transfirieron a la política en tiempo récord. La derecha, en estas cuestiones, es decididamente práctica y no muestra escrúpulos a la hora de aprovechar el palco privilegiado que le brinda este juego. Mientras tanto, la izquierda suele perderse en debates psico-sociales para concluir que el futbol es “el opio del pueblo”. Estupidez sostenida aún por muchos intelectuales que viven a años luz de las pasiones populares.
En cuanto a la codicia económica, basta con observar lo ocurrido hace pocos años con el “Caso Juventus”, en Italia. Otra vez, la aspiración de concentrar el poder terminó por romper el universo moral que hace creíble una competición. Luciano Moggi, Director General de la Juve, estaba detrás de una verdadera mafia que, al descubrirse, dejó a la vista una corrupción que alcanzaba a más de cuarenta directivos, jugadores, árbitros y periodistas… Una pancarta desplegada por los aficionados de la Juve en un partido con la leyenda “el fin justifica los medios”, los convirtió en cómplices de esa podredumbre. De la Italia berlusconiana no se podía esperar mucho más. Otra prueba de que el futbol es un espejo de aumento de la sociedad que representa.
En el comienzo de todo, incluso del negocio, está la calidad de bien espiritual del futbol. Pero es inevitable referirnos al futbol como bien de consumo que dobla su productividad de Mundial a Mundial. Habría que inventar un sismógrafo para medir las expectativas y, llegado el momento, no importará si estamos en Brasil o Rusia como espectadores de un espectáculo de excepción o en algún lugar remoto mirándolo por televisión. Millones de personas nos sentiremos implicados en ese hecho dramático, eufóricos de alegría o desesperados de tristeza.
Brasil 2014 es una buena referencia para marcar el interés creciente que el futbol ha desatado en los últimos cincuenta años. Si establecemos un análisis comparativo con respecto a Suecia 58, encontraremos contrastes muy llamativos. En aquel Mundial apareció un Pelé adolescente que fue una figura clave para que Brasil conquistara su primer Campeonato. Aquel jugador fascinante ganaba 180 dólares al año, cifra que se rebela ridícula comparada con los 20 millones de euros que gana Cristiano Ronaldo por jugar, sin contar la cifra equiparable que ingresa por publicitar productos de todo tipo.
Claro que el Mundial del 58 fue visto en directo por 868.000 espectadores, y un Mundial de estos días no se venden menos de 3.000.000 de entradas. Pero hay más datos para poner en contexto el crecimiento del futbol: en aquel Mundial se jugaron 35 partidos, ahora 64; en aquél estaban representados 2 continentes, ahora los 5; aquél fue retransmitido en 63 países, el sorteo de los mundiales actuales es televisado para más de 160… El Mundial tiene una celebridad romántica por la fuerza de la historia, por su condición de campeonato excepcional que sólo se puede ganar o perder una vez cada cuatro años, y por su energía representativa, al tratarse de un torneo que confunde el futbol con la patria. Mito, rito y, por supuesto, negocio puro y duro.
El futbol ha aumentado su tamaño, su influencia, su poder y, proporcionalmente, su codicia. A la pregunta “¿de quién es el futbol?” puede contestar Moggi, o Berlusconi, o el mismo Maradona: “Mío”. Pero también la FIFA, la UEFA o cualquier Confederación, organismos que reúnen a todos los clubes del mundo. Los grandes organismos internacionales, los grandes clubes y, dentro de poco, las grandes cadenas de televisión, disimularán más o menos, pero también tendrán la tentación de decir que el futbol es suyo.
Solo queda confiar en que este juego “salvaje y sentimental” siga siendo inmune a todos los intereses en juego, y mantenga viva su capacidad de fabricarle sueños a cientos de millones de aficionados del mundo entero. Pero el futbol profesional solo es parte del hechizo de este maravilloso juego… Siempre nos quedará el “campito de la iglesia”, donde la sensación de poder seguirá siendo una ingenuidad que tendrá que ver nada menos que con el mérito: el que mejor juega es el que más poder tiene.