Decía Albert Einstein que para alcanzar la forma más exquisita de locura basta con repetir los mismos procesos una y otra vez esperando encontrar resultados diferentes. Con los propósitos de Año Nuevo, oficialización social de ese “te llamo y comemos” que en ocasiones soltamos a nuestros conocidos con la alegría del mentiroso, ocurre un poco lo mismo. Cuenta en sus memorias José Luis de Vilallonga –marqués de Castellebell, Grande de España, heredero, biógrafo real y bon vivant, no siempre en ese orden– que en sus años mozos decidió colocar todo el dinero en efectivo que había recibido de su riquísima abuela en el interior de una bota de montar. La idea era sencilla: cada mañana sacaría un billete de la bota y con ese dinero sobreviviría esa jornada, un juego que al mismo tiempo le permitió acceder a los salones más elevados de la burguesía barcelonesa y a los callejones más oscuros del barrio del Raval. Sus primos, por el contrario, ingresaron toda su herencia en una conservadora institución bancaria. Querían ser millonarios. Tenían un plan, la seguridad de un propósito a largo plazo, pero quien terminó seduciendo a Audrey Hepburn en Breakfast at Tiffany’s (1961), además de coprotagonizar Les Amants (1958) junto a Jeanne Moreau, fue Vilallonga. Dos caminos hacia el éxito, pero también, cuestión de suerte, para el fracaso.
Opinión | La tozuda realidad, por Daniel González
En términos futbolísticos (o universales, al fin y al cabo es casi lo mismo) los propósitos de Año Nuevo podrían ejemplificarse en el Real Madrid y el Atlético de Madrid. Cada mes de agosto, el primero convence a sus hinchas de que el equipo saltará a la cancha con la única intención de ganar todos los títulos posibles, individuales y colectivos, avasallando por el camino, si es posible, a sus enemigos íntimos. En este modelo, las victorias forman parte de las expectativas creadas, se dan por supuestas, mientras que son las derrotas las que se sufren como funerales. El Atlético, sin embargo, camina por las competiciones, como repite su director técnico, “partido a partido”, sin demasiadas aspiraciones largoplacistas. Las celebraciones, los campeonatos, son aquí escasos, pero se viven con pasión apocalíptica, siempre con el fracaso liderando, a priori, todas las probabilidades. Dos formas, pues, de aceptar nuestro lugar en el mundo y lo que representa enfrentarse a un constructo tan humano como la organización del tiempo en espacios finitos.
Es de algún modo irónico que en una coyuntura global de cambio de época (en la que poco a poco se demuestra que solo las acciones organizadas desde el colectivo pueden salvarnos), continuemos empeñados en plantearnos retos inasumibles desde la individualidad, imposibles casi siempre, con la rigidez del calendario como guía definitiva. Como si el engaño a uno mismo –una forma como cualquier otra de minar nuestra libertad, en realidad– fuera el combustible necesario para sobrevivir durante los siguientes doce meses. Como si la repetición (de horas, de días, de años, de propósitos, de fracasos) pudiera esconder una impepinable y tozuda realidad. Como si, en definitiva, la autoaceptación no fuera el único camino hacia nuestra independencia.
Los jóvenes revolucionarios del hoy tan lejano mayo francés dejaron una pintada para la historia en la Universidad de Nanterre: “Sean realistas, pidan lo imposible”, escribieron apenas unos días antes de descubrir que, como cantaba Ismael Serrano, “bajo los adoquines no hay arena de playa”. Por eso quizá existió Oscar Wilde. Para recordarnos que “lo único que se debe hacer con las buenas resoluciones es no cumplirlas”.
**DANIEL GONZÁLEZ
Acerca del autor: Periodista con una trayectoria de más de 20 años en prensa escrita, radio y televisión, tanto en España como en México. Emigrado en Ciudad de México desde 2013, Daniel es además editor y fundador del proyecto Fútbol Oblicuo y miembro del podcast Coctel Pambolero, desde donde trata de explicar las implicaciones políticas, sociales y económicas del balón.