Aunque yo vengo de la ciencia y soy más bien escéptica de lo que no es comprobable, ser testigo de un cambio de milenio me producía un gozo celebratorio. Arrobo. Un momento así suponía una reflexión sobre la humanidad, dónde estaba y hacia dónde iríamos. Una conciencia del tiempo, del universo. Lo que sigue es el futuro. Esperábamos un milenio de grandeza. Nací en 1955 y siempre me decía que cuando llegara el año 2000 tendría 45 años. Ahora sé que es una bonita edad. Llena de energía, disfrutaba de estar en el camino elegido: había publicado algunos libros y tenido múltiples trabajos relacionados con la palabra que me habían dado experiencias, historias, oportunidades.
Pensaba que mi hija mayor cumpliría 15 años cuando el milenio cambiara y que la menor tendría 12. Que podríamos compartir una nueva era, de logros científicos y tecnológicos, de igualdad, que apuntaba a una democracia real en nuestro país y eso me emocionaba. Esperaba un futuro luminoso y ancho, pues el asombro seguiría aceitado. Era optimista, seguía escuchando el himno y divisa de vida que es para mí Ruby Tuesday, la canción de los Rolling Stones. “She just can be chained to a life where nothing’s gained, nothing’s lost”. La vida como una permanente aventura.
No vislumbrábamos la explosión del mundo virtual, nuestra conexión e inmediatez, nuestra adicción a pantallas y teléfonos. La época robotina (Los Supersónicos de mi infancia) instalada como una realidad que superaba la ficción. Pero esperábamos que los avances científicos y tecnológicos elevaran nuestras condiciones de vida, cuidaran el planeta y no habernos movido a la sin razón y el aislamiento. No sospechábamos que habría una pandemia, que el planeta viviría una amenaza letal de donde emergerían a toda velocidad las vacunas necesarias, para que, paradójicamente, el mundo, los gobiernos y algunas religiones se cuestionaran la pertinencia de esas sustancias que han prevenido muertes a lo largo de la historia de la medicina.
Vengo del optimismo romántico de los 60 y 70. Vengo del momento en que nos considerábamos compañeros hombres y mujeres, en que las guerras se debían acabar, y el hambre, y las desigualdades. Vengo también de la firme creencia en que la ciencia y tecnología nos tienen que dar herramientas para el bienestar, que el arte, su producción y consumo no son un lujo, sino una manera enriquecedora de mirarnos, de reflexionar, de construir memoria y producir un espacio de belleza y provocación para cuestionar siempre la realidad, donde no existe una verdad única sino un diálogo permanente con las diferencias.
No esperaba vivir un mundo donde las mujeres siguiéramos reclamando visibilidad y respeto, mucho menos donde se acuñara un término como feminicidio. Era lógico tener mujeres dirigiendo países, pero no que la desigualdad económica continuara. No podía vislumbrar un tiempo de cerrazones y palabras prohibidas, de regresiones y fanatismos. Un Barack Obama en el vecino del norte era previsible, un Trump reloaded impensable. Aunque el futuro no siempre va a mejor, me empeño en seguir siendo optimista. En un país y un mundo violento, creo en las ideas y en la imaginación que niños y jóvenes renovarán.
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*Acerca de Mónica Lavín
Columnista de la sección de cultura de El Universal, Mónica Lavín ha sido conductora de programas de radio y televisión y también profesora e investigadora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Su carrera como escritora abarca géneros como la novela y el ensayo, siendo los más recientes Últimos días de mis padres (2022) y el libro de cuentos El lado salvaje (2024).