Me convertí en una persona con discapacidad cuando tenía 13 años. Pasé de ser una niña bailarina, gimnasta, con ganas de ser actriz o diseñadora de moda a, de pronto, vivir la vida desde una silla de ruedas, sin poder ser independiente, necesitando apoyo para casi cada aspecto de mi existencia. Claramente, ese episodio de mi vida fue uno de los más transformadores.
Existir en alegría (con una discapacidad) es resistencia
Recuerdo que no podía entender por qué me ocurría esto, por qué estaba obligada a llevar una vida “tan triste” cuando tenía muchos sueños que implicaban “ser normal y caminar”. Una noche, llegué muy triste de una fiesta de XV años porque me había gustado un chico y lo único que podía pensar era “¿por qué se fijaría en mí si puede ser novio de una chica que sí puede bailar?”.
Mi mamá me dio el speech más rudo de mi vida y me hizo cuestionarme por primera vez sobre las razones que me habían hecho creer que la discapacidad era “algo malo”. ¿De dónde rayos había sacado yo que no era merecedora de amor o de felicidad solo por no caminar? ¿A quién le creí esas narrativas?
Durante años, hemos creído que las personas con discapacidad somos seres rotos o incompletos. En las telenovelas, al final el malo se queda sin ver (como si fuera una maldición) o la protagonista en silla de ruedas milagrosamente vuelve a caminar (como si esa fuera la única manera de ser plenamente feliz). En el Holocausto asesinaron a alrededor de 300 mil personas con discapacidad porque se determinó que no éramos “suficiente”.
A pesar de representar el 15 por ciento de la población mundial (20 millones en México), las personas con discapacidad somos el grupo más discriminado y con menos acceso a nuestros derechos, y las mujeres con discapacidad, las más violentadas. Vivimos en un mundo en en que el sistema nos dice constantemente que no pertenecemos, desde acceder a una rampa, asistir a conciertos o conseguir un empleo, hasta la falta de refugios accesibles para mujeres con discapacidad; una pelea por nuestra capacidad jurídica o las narrativas lastimosas sobre nosotros.
Pareciera como si todo el tiempo tuviéramos que justificar nuestra existencia a través de ser productivas. Es muy cansado tener que dar explicaciones de lo que me pasó, sobre lo que puedo o no puedo hacer, como si nuestra presencia misma incomodara. Pareciera también que las personas con discapacidad solo somos convenientes cuando “inspiramos” a quienes no tienen una discapacidad para que piensen que podrían “estar peor”.
Creo que vivir visible y fuertemente en la discapacidad, especialmente en alegría, es resistencia, porque nadie espera que con nuestros cuerpos “discapacitados” y nuestras diversidades podamos reconocernos, aceptarnos y ser felices. Por eso, para mí, es tan importante ver a personas con discapacidad, especialmente mujeres, siendo felices. Amando lo que hacen, haciendo comunidad, levantando sus voces, besando, sintiendo.
Existir en discapacidad es resistencia. Quienes trabajamos en derechos humanos lo hacemos por convicción, con una pasión clara ante la injusticia detonada por el enojo, pero no olvidemos que lo hacemos también por supervivencia. Vivir en alegría es poderosísimo, porque confunde y trastoca al sistema hasta convertirse en una herramienta para seguir transformando por esos derechos que son nuestros. Para que no exista nada sobre nosotros, sin nosotros.
Acerca de la autora:
Feminista con discapacidad y activista por los derechos humanos. Es directora ejecutiva global de Women Enabled International, fundadora del colectivo Mexicanas con Discapacidad, consejera global de la iniciativa de género de Gucci #Chime y presidenta del Consejo para Personas con Discapacidad de Nuevo León.