La primera vez que leí sobre gentrificación, la palabra ni siquiera existía. Fue en el prólogo del libro Barcelonas de Manuel Vázquez Montalbán, quizás el gran intelectual barcelonés de la segunda mitad del siglo XX español, publicado solo dos años antes de que la capital catalana se convirtiera en anfitriona de los Juegos Olímpicos de 1992.
Sobre la gentrificación
“¿Dónde están las viviendas de subvención pública? ¿Dónde están las políticas sociales (. . .) para eliminar desigualdades en la propia ciudad? ¿Dónde está el compromiso de crear infraestructuras y fomentar la diversidad cultural, frente a un gasto excesivo y pretencioso?”, se preguntaba el periodista. A mi alrededor, sin embargo, todo eran parabienes, aplausos y adulaciones.
La elección de premios Pritzker para la construcción de la nueva Villa Olímpica, la reapertura de la ciudad al mar, la recuperación del espíritu mediterráneo, la renovación, construcción y reconstrucción de museos, paseos, barrios, parques y avenidas se vendían en los medios de comunicación como los verdaderos catalizadores que convertirían a Barcelona en “la ciudad más cosmopolita del mundo”. Y así fue durante algunos años. Hoy, muchos la consideran una ciudad-fracaso, lobotomizada por el turismo masivo, los pisos turísticos y los omnipresentes “nómadas digitales”.
Para Deyan Sudjic, autor de The Language of Cities y exdirector del Design Museum de Londres: “Una ciudad real es aquella que ofrece a sus ciudadanos la libertad de ser lo que quieran”; es decir, un lugar en el que la movilidad social sea algo más que una teoría sociológica plasmada en un papel con membrete, en el que cada generación sea más rica que la anterior.
Porque como especifica Sudjic en su libro, “la ciudad siempre es una máquina de generar riqueza”. En la Ciudad de México, el principal motor económico de la segunda economía de Latinoamérica (y decimoquinta del mundo), se entrecruzan ambas reflexiones.
Las colonias Condesa, Roma, Juárez, Polanco y Cuauhtémoc son hoy el refugio de miles de ciudadanos extranjeros de alto poder adquisitivo (la mayoría procedentes de Estados Unidos) que han descubierto entre sus calles servicios de primer mundo, restaurantes de categoría Michelin y exquisitos apartamentos setenteros con tamaños de otra época a precios irrisorios para sus dolarizadas nóminas. Ciudadanos que en su mayoría (por no decir todos) apenas tienen un impacto en las cuentas de resultados fiscales de sus respectivas colonias pero que, poco a poco y en silencio, están redefiniendo el esqueleto comercial y social de sus barrios.
Los abarrotes se convierten en coffee-shops (que no cafeterías), los tacos en poke bowls, las zapaterías en tiendas de lentes de sol importados y las viviendas en pisos turísticos. Como observa Sudjic, se genera riqueza. Tanta, que en octubre del año pasado la jefa de Gobierno Claudia Sheinbaum anunció un convenio con Airbnb y la UNESCO para promover la capital como “un centro turístico digital” para trabajadores provenientes de otros países.
“No queremos que se disparen las rentas”, dijo Sheinbaum, para quien Airbnb no era culpable de ese incremento en los alquileres, durante la presentación. “La plataforma está llegando a lugares donde las rentas ya eran muy altas”, aclaraba. Pero lo cierto es que no es así. Según un estudio llevado a cabo por la propia Ciudad de México de Sheinbaum y desvelado por el periódico El País, entre los años 2000 y 2020 se triplicó en la capital el número de viviendas temporales, con una especial presión en la alcaldía Cuauhtémoc, que suma en la actualidad 10,000 viviendas temporales o turísticas, 5 por ciento del total.
En lugares como Polanco, otrora lugar de esparcimiento favorito de los visitantes foráneos que llegaban a la ciudad, la cifra es de 4.6 por ciento. “La ciudad expulsa anualmente a más de 20,000 familias por falta de una opción de vivienda asequible”, señala el informe.
En su libro, Sudjic también trata de determinar aquellas características que convierten a una ciudad en lo que proyecta hacia el resto del mundo, aunque no siempre sean definitivas. El comercio, por ejemplo, puede caracterizar a Dubái, Hong Kong o Singapur, pero las tres urbes se comportan de manera radicalmente diferente frente a ese concepto, al igual que el Sena, el Támesis o el Spree esculpen a París, Londres y Berlín, pero no de manera concluyente.
En México, como recitaba Juan Villoro en la Casa América de Cataluña en su conferencia "Del taco de ojo a la venganza de Moctezuma", esa característica indivisible del propio concepto urbano es el tráfico. “¿Cómo seríamos si pudiéramos recorrer sin problemas el DF? Seguramente, tendríamos un carácter tan estupendo que cuesta trabajo imaginarlo. La filosofía del chilango se define por la angustia de desplazarse y su sistema de creencias depende de la Virgen del Tránsito, que ha dejado de ser para nosotros la patrona del más allá, convirtiéndose en Nuestra Señora de los Embotellamientos.
Los chilangos que viven en la punta norte o en la punta sur de la ciudad saben que el viaducto representa un límite para la pasión. Enamorarse de alguien al otro lado de esa congestionada arteria es un desafío supremo. ¿Cuántas horas de tráfico resiste una relación?”, se pregunta el escritor.
Según el mencionado informe de Sheinbaum, la cada vez más patente gentrificación en algunas colonias está conduciendo a los márgenes urbanos a aquellos ciudadanos incapaces de acercarse con su presupuesto a las rentas exigidas, “lo que provoca que se generen más de 1.5 millones de viajes diarios entre los municipios metropolitanos y las alcaldías centrales de la CDMX”. O sea, tráfico.
Y es en este punto donde regresamos a Vázquez Montalbán, al equilibrio necesario. Claro que sería estúpido dejar pasar la oportunidad de ver a barrios enteros (antaño hasta repudiados por los propios chilangos) transmutados en máquinas perfectas de generación de riqueza, pero sería igual de irresponsable no devolver y reinvertir toda esa nueva riqueza en la creación de redes de confianza para los desplazados por el fenómeno, en el desarrollo de un transporte público seguro y de calidad, en la construcción de viviendas sociales que cumplan con los estándares mínimos de salubridad o en el fomento de la cultura donde esta no llega. Porque repetir que “una ciudad la hacemos entre todos” es mucho más que un eslogan electoral. Es un hecho empírico.
Acerca del autor: Daniel González es periodista. En la actualidad es editor adjunto de Life and Style, en el pasado ha trabajado para cabeceras como Vogue México y Latinoamérica o el periódico El Mundo. Tras casi una década en México, fundó Fútbol Oblicuo, donde ejerce como editor. También es miembro del podcast Coctel Pambolero.