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Aprender sobre la marcha

De los roles que interpretamos en la vida, ser padres es el más incierto.
dom 11 septiembre 2022 03:15 PM
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Siempre admiré que mi padre, huérfano desde los dos años, haya sido esa figura cercana y memorable. Quizás el aprendizaje más difícil de la vida. No hay diplomados ni cursos para aprender a ser padres. Tal vez algunos libros de autoayuda, los consejos que nos dan nuestros más cercanos y después, la experiencia pura y dura.

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De los roles que interpretamos en la vida, es el más incierto. Porque nacemos hijos, nos volvemos hermanos, somos nietos, primos, sobrinos, pareja de alguien, pero la enorme responsabilidad que representa que la criatura que deseamos esté atendida, nutrida, sana, limpia, descansada y arropada, y posteriormente el aprendizaje, gozo, reconocimientos de límites, nombrar el mundo y rodearlo de amor y felices asombros nos toma la vida.

La primera vez que bañé a mi hija mayor necesité de la compañía de mi propia madre, además de la de mi marido, para que, al momento de sostenerle la cabeza y sumergir su cuerpecito en el agua, la tibieza, el jabón y el desconcierto de ella y el mío se suavizaran con el bálsamo de la limpieza. Pensé que se me resbalaría de las manos como sardina, que se sumergiría en la tina y que me volvería loca. Como si no pudieran mis propios brazos retener aquel menudo peso de mi recién nacida... Ahora que soy abuela, me asombro de ver cómo mis hijas se convierten en madres. Madres sabias, seguras, madres que me enseñan.

Una se convierte en madre en el instante en que te colocan el bebé que ha habitado en tu cuerpo justo al lado de tu cara y sucede el cruce de miradas. “Es una personita. Depende de mí. Yo le daré de comer, yo la cuidaré del frío, la arrullaré, velaré sus sueños, acompañaré sus pasos, quitaré los peligros del camino”. Ese acompañamiento vigilante y de proveeduría, pasado el momento del miedo, nos confiere un poder. Una altura que no valoramos hasta pasado el tiempo. Casi la posesión de un secreto. No lo valoramos en nuestras propias madres y padres hasta pasado mucho tiempo.

Ser madre me acercó de una manera cómplice a mi propia madre, a veces minimizando sus consejos, pero siempre requiriendo su apoyo. Ser abuela me maravilló, pero ya no estaba mi madre para preguntarle qué había sido para ella ese nuevo rol de madre de su hija transformada en madre. ¿Cómo había hecho para reconocer el límite entre la abuela y la madre? ¿Para respetar las decisiones de su hija, es decir, yo, y no ser alguien impositivo ni sabelotodo, deseosa de extender ese poder que el lento aprendizaje de la maternidad le había conferido? Ser abuela me hizo mirar a mi propia hija con una enorme ternura.

Esa sensación de que aquella pequeña que yo había cuidado y protegido tenía esa imponente tarea de velar por el crecimiento de un recién nacido. Cuando tuve en mis brazos a aquel pequeño sentí agradecimiento: mi hija me devolvía con su propia maternidad el tiempo en el que yo me hacía madre y acunaba y me asombraba viendo crecer a mis hijas.

Me di cuenta de que al ser abuela podía mirar ese aprendizaje sobre la marcha que había quedado muy atrás y hasta sonreír de quién era yo cuando me estrenaba como mamá. Admiré a esas madres y padres que trabajamos, cuidamos y fundamos una pequeña familia que nos contiene, nos continúa y nos devuelve siempre la infinitud de nuestra capacidad de amar. Los hijos nos enseñan una forma del amor. Los hijos nos convierten en madre y padre. Magnánimo privilegio.

Acerca de la autora: Columnista de El Universal y del programa de televisión Contraseñas, Mónica Lavín también es profesora e investigadora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Su prolífica carrera como escritora abarca géneros como la novela y el ensayo. La más reciente es Últimos días de mis padres, publicada por Editorial Planeta.

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