Gordas y libres

Interpretar y sentir mi cuerpo es una decisión y experiencia personal.
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Soy una gorda original. Gorda desde siempre, pues. Desde siempre más grande, más ancha. Desde siempre ocupando más espacio. Tengo la historia que tenemos casi todas las gordas: a dieta desde los 12 años, la que comía claras de huevo (no las yemas, porque “engordan”), la que estaba siempre cubriendo su cuerpo y la que escuchaba (y decía) la frase “es por salud” casi todos los días.

Y aun así tuve que salir del clóset. ¿De qué clóset? Como si no supiera ya todo el mundo que soy gorda. Lo gorda no se oculta. Todo el mundo sabe que la piel bajo mis brazos cuel- ga. Todo el mundo sabe que tengo rollos en la espalda. Todo el mundo sabe que mi cuerpo es más grande de lo que “debería ser”. Y aun así tuve que salir del clóset. Porque a través de la gordofobia, aprendí que había una “buena gor- da”. Y de las gordas, yo era la mejor.

Una “buena gorda” vive a dieta. Ella sabe que su cuerpo es transicional; no es gorda, sino que está gorda (por ahora). La buena gorda se niega al segundo pedazo de pastel (o incluso al prime- ro) y recibe, sin reproches, comentarios y reco- mendaciones sobre su cuerpo. La buena gorda no sube una foto en bikini a las redes sociales porque no quiere “promover la obesidad.” La buena gorda se disculpa por ocupar espacio, por estorbar, por existir.

También conocí por primera vez lo que es estar en paz en mi propio cuerpo y a cuidarlo sin querer cambiarlo

Yo era, de las gordas, la mejor. Hasta que ya no lo fui. Cuando salí del clóset (es decir, cuando me volví “mala gorda”), me dijeron que no me diera por vencida. Que ser gorda era resignarse. Que ser gorda era rendirse. Pero mi cuerpo no cambió cuando salí del clóset, porque soy gorda desde siempre. Solo dejé de ser la “buena gorda.”

Dejé las dietas. Dejé de intentar modificar mi cuerpo. Dejé de condicionar el descanso, la comida, el disfrute. Dejé de esperar y empecé a vivir. Me convertí en una mala gorda y empecé a disfrutar de la comida, a verla como algo más que un trámite. De hecho, descubrí que me gusta cocinar y que los sabores me conectan con quienes más amo. Encontré que me gusta usar vestidos y sentir el viento sobre mi piel. También conocí por primera vez lo que es estar en paz en mi propio cuerpo y a cuidarlo sin querer cambiarlo.

Pero a la gente no le gustó. Porque no soy una “buena gorda.” Porque no cumplo con lo que se espera que sea una gorda: miserable, sacrificada. Siempre en lucha consigo misma.

Ningún país ha logrado adelgazar a su población desde que empezó la “guerra contra la obesidad”

Como mala gorda, descubrí que no necesito adelgazar. Descubrí que esos intentos me daña-ron; de hecho, me destruían poco a poco. Y que, en realidad, nadie necesita adelgazar, porque no sabemos cómo hacerlo. Entendí que la razón por la que nunca logré bajar de peso no fue mi culpa. Ningún país ha logrado adelgazar a su población desde que empezó la “guerra contra la obesidad” porque nuestros cuerpos no están hechos para adelgazar. Me di cuenta de que la ciencia sabe esto, pero que prefiere seguir necia, violentándonos. Porque la ciencia siempre ha justificado la opresión, porque está hecha por personas.

También entendí que vivo en un mundo al que no le gusta escuchar esto. Que la gordofobia nos ciega. Que la violencia que viví es un linaje de muchos siglos y que nos cuesta ver que preferimos ver “buenas gordas” a gordas libres. Aun dentro de la violencia, elijo compartir mi historia con la esperanza de sumar a esta revolución. Nos quiero gordas y libres.