A lo largo de las últimas semanas la siguiente escena se ha repetido con bastante frecuencia. Parado delante del refrigerador, mientras me debato entre comer unos tallos de apio o darle una mordida a una paleta Payaso, repito mentalmente: “Somos lo que comemos”. Con total honestidad puedo decir que preferiría parecer un tallo de apio que un malvavisco redondo cubierto de chocolate y, aunque mi razón lo tiene claro, no siempre he tomado la decisión más racional.
Somos lo que comemos, pero sobre todo, somos lo que cocinamos
La cuarentena ha trastornado la mayoría de nuestros hábitos y probablemente algunos de los más afectados han sido los alimenticios. Los defensores de la cocina saludable han llenado nuestros feeds de Instagram y Facebook con cientos de recetas de jugos, platillos y postres que podemos hacer en casa mientras permanecemos en confinamiento. La idea es mantenernos en forma, maximizar nuestros niveles de energía y ayudar a nuestro cuerpo y nuestra mente a funcionar de manera óptima.
Si bien no tengo nada en contra de estas filosofías y hago intentos de apegarme a ellas, ha habido días en que la comida ha sido mi refugio ante la montaña rusa de emociones que el aislamiento ha desatado. Viene a mi mente el concepto de “comfort food” que el cocinero británico Jamie Oliver definió en 2014, en el libro del mismo nombre, como “un festín de recuerdos nostálgicos y tradiciones para que al comensal se le dibuje una enorme sonrisa cuando los deguste”.
Ha habido días en que la comida ha sido mi refugio ante la montaña rusa de emociones que el aislamiento ha desatado
Haciendo un breve recuento de lo que he cocinado a lo largo de las últimas semanas, me he dado cuenta de que, probablemente guiado por mi subconsciente, he elegido platillos que me recuerdan los tiempos en que vivía con mi familia y momentos muy específicos de mi historia.
En el menú ha habido frijol con puerco, ese platillo que tradicionalmente se come los lunes en los hogares yucatecos y que me recuerda las comidas familiares en casa de mi abuela materna; he cocinado carne en su jugo, una receta que una tía de Guadalajara muy querida me compartió una de las últimas veces que la visité; también he horneado postres como ese flan de elote que mi mamá preparaba cuando teníamos un antojo dulce y no tenía tanto tiempo disponible; incluso he replicado los huevos revueltos con hierbabuena que le hacía a mi papá para cenar cuando llegaba del trabajo o el pan con mantequilla y azúcar que se desayunaba los domingos en casa de mi abuela. ¿El común denominador? Todos esos olores y sabores han dibujado en mi rostro esa sonrisa de la cual hablaba Oliver, pero más allá de eso me han reconectado con ese linaje gastronómico que corre por las venas de mi familia.
En más de una ocasión he tenido que enviarle una nota de voz a mi hermana –fiel protectora de esa libreta de papel a cuadros en la que mi mamá fue transcribiendo recetas a lo largo de su vida– o escribirle un mensaje a otro familiar para aclarar dudas respecto a algún ingrediente o detalle específico de la preparación.
A pesar de estar solo, me he imaginado que la mesa está llena de todas esas personas a las que tanto he echado de menos estas semanas.
También he tenido que hacer interesantes ejercicios de memoria, casi todos ellos recreando momentos en la cocina de algún ser querido, para revivir esos instantes en los que me compartieron una receta que, sin cantidades exactas ni técnicas demasiado refinadas, llegó hasta mí de la misma manera que llegó hasta ellos: como parte de una tradición que se transmite de boca a boca, de corazón a estómago.
Sentado a la mesa, con un plato humeante delante de mí y la música de trova yucateca que solía escucharse en la radio de casa de mi abuela mientras cocinaba cada mañana, he tenido mi propia versión del momento de revelación que vive Anton Ego al final de Ratatouille. Durante esos instantes, toda la preparación, la búsqueda de los ingredientes, el cuidado a cada paso del proceso, las quemadas y las manchas en la ropa han valido la pena. A pesar de estar solo, me he imaginado que la mesa está llena de todas esas personas a las que tanto he echado de menos estas semanas y que nos pasamos de una mano a otra las salsas y las tortillas o que pedimos un “poquito” más de esa comida que nos reconforta. Efectivamente, una sonrisa se ha dibujado en mi rostro. Y también en el de ellos. En ese momento me digo, “Somos lo que comemos, pero también somos lo que cocinamos”.