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Una carta a mi abuela

Nuestro editor de entretenimiento, Salvador Cisneros, se adentra en la apasionante vida de su abuela para conectar, en esta cuarentena, con todos aquellos que también son nietos.
sáb 18 abril 2020 07:00 AM

Querida abuelita Sissy,

Es de noche y otra vez no puedo dormir. Te escribo desde mi cama en esta madrugada en la que cada vez escucho más el sonido de ambulancias, porque siento urgencia de hacerlo. En esta época rara y llena de zozobra, ser amoroso se ha vuelto para mí obligatorio.

Quiero que sepas que cada vez que me acuerdo de ti, pienso en tu nombre y en el mío, en ese vínculo que nos une más allá del amor y la sangre. Me encanta que te llames Socorro y yo Salvador, como mi abuelo, ese hombre de apariencia dura pero corazón tibio con el que compartiste cinco décadas, ese joven tímido que, justo antes de volver a la Guerra de Corea para reparar aviones de combate, se plantó frente a tu puerta y, sin decirte nada, se levantó la manga de su playera para mostrarte un tatuaje en forma de corazón con tu nombre escrito.

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Mi abuela, Socorro López Alejandre, en Richmond, California, a principios de los 50.

Debo confesarte algo que me apena. Desde que este virus golpea como un tsunami invisible al mundo, pero en especial a Estados Unidos, quería hablarte por teléfono, pero por alguna razón postergaba esa llamada que siempre comienza igual: “¡Oooh, hi, mijo. So nice to hear your voice!” Ahora sé que si me demoré es porque no quería que un saludo rutinario escondiera una despedida precautoria.

En la media hora que hablamos, me gustó escucharte feliz, que me contaras emocionada que habías entrado en contacto con un bisnieto de tu padre que no sabías que existía, producto de uno de sus otros matrimonios. Admiro la manera apasionada con la que te has aventurado a reconstruir tu pasado, haciéndote la prueba de ADN y conectando con familiares desconocidos que también se la realizaron, buscando parientes en Facebook, contactando historiadores, devorando libros y visitando bibliotecas públicas para saber más de tu familia y, sobre todo, de la vida de tu tío Martín López, quien peleó en la Revolución Mexicana al lado de Pancho Villa.

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Abuelita y papá
Mi abuela junto a mi padre, Richard, quien nació en Oakland, California, en 1951.

Te importa entender de dónde vienes y por esa búsqueda personal, te propuse entrevistarte en una visita que hice a California hace unos años. Quería que me contaras tu historia a profundidad, porque sabía que para entenderme también era preciso comprender de dónde viene mi padre, quien sólo se libró de la Guerra de Vietnam porque era un destacado estudiante de ciencias políticas en la Universidad de Berkeley.

Recuerdo que aquella tarde de verano hablamos hasta el cansancio. Me contaste sobre cómo fue volver a la universidad cuando eras una madre adulta, y te abriste para hablarme de tus amores, de tu familia rota, pero, sobre todo, de tu padre y cómo él te marcó para siempre con su partida; me quedó claro cómo te cortó por la mitad cuando escogió, por encima de ustedes, a la segunda de las varias familias que luego descubrirías que formó.

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Abuelo y abuela
Mis abuelos, Socorro y Salvador Cisneros Villalobos, a principios de los 50 en la calle Broadway, en Okland, California.

¿De qué habrá huido mi bisabuelo, qué fuego interno lo motivó a seducir de manera compulsiva, a crear y deshacer familias, a dejarte con más de una treintena de medios hermanos que no conociste? Tu inesperado llanto, cuando hablábamos de tu padre, me saco de mi trance de periodista y tus lágrimas me obligaron a volver a ser tu nieto, apagar la grabadora y abrazarte.

Ahondar en el pasado, aunque necesario, puede ser doloroso. Por eso al escucharte tan alegre hace unos días al teléfono y oírte decir, tranquila, que por fin habías perdonado a tu padre, me recorrió una felicidad como la que siento cada vez que me regalas una caja de chocolates See’s Candies, la compañía en donde trabajabas los veranos y volvías a casa oliendo a cacao, trufas y almendras.

Grandma Seattle
Socorro en el Public Market de Seattle, Washington, en septiembre de 2018.

Pero siendo honesto, también me entristeció hablar contigo. Yo, que siento que siempre tengo algo reconfortante que decir en cualquier situación, me empecé a quedar sin palabras cuando casi al final de la charla me dijiste que querías que supiera que has tenido una gran vida, que no sentías ningún arrepentimiento, que no pudiste haber sido más feliz. Me puse tenso y cambié de tema.

Al colgar supe que tendría que escribirte y aquí estoy, bien entrada la madrugada, confesando que, a diferencia tuya, temo por ti y por mis padres, y que incluso tengo algo de miedo por mí y mi hermano y mis primos y mis amigos, y por todas las personas que amo, y las que no, también. Mi abuelo fue a una guerra y mi padre se salvó de otra, pero ahora a mí, como a todos, me toca enfrentar una batalla muy distinta. Es una lucha en soledad, porque los abrazos pueden matar y los besos, ser tiros de gracia. Así que sólo se puede aspirar a tocar a los otros con las palabras.

Tumba abuelo
Tumba de mi abuelo Salvador, quien fue mecánico de aviones de guerra y adicto al básquetbol.

Durante años ignoré la belleza poética que encerraban tu nombre y el de mi abuelo. Cuando lo descubrí fue en el cementerio, horas antes de aquella entrevista en California. Nunca antes había ido a la tumba de mi abuelo y ver esa lápida de piedra negra con la foto de ustedes dos en sus bodas de oro, incrustada por debajo de la leyenda Together forever, me conmovió.

Pero este sentimiento duró muy poco. Lo siguió una incomodidad que nacía en la boca del estómago cuando vi que al lado del nombre de mi abuelo (Salvador 1929-2004) ya estaba el tuyo con tu fecha de nacimiento y el insultante espacio que ocuparán cuatro dígitos (Socorro 1931 - ). Mientras te veía limpiar el polvo con un cepillo de cerdas duras y poner flores, no dejaba de pensar en lo extraño de ese luto premeditado de ver el nombre de una persona viva a la que amas inscrito en la lápida de un panteón.

Abuelita y yo en el cementerio.JPG
Socorro vive en Martinez, California. A sus 89 años, es adicta a los chocolates, los Golden State Warriors, los crucigramas... y un poco a Facebook.

Después te sentaste como a platicar en silencio frente a la tumba de tu esposo. ¿Estarías acordándote de cuando huyeron para casarse a escondidas y en contra de la voluntad de tus padres? ¿O de la vez que mi abuelo, vuelto un viejo blando después del infarto, te preguntó si nunca pensabas en la vida que pudiste haber tenido al lado de tu primer amor, y tú le respondiste que jamás y lo viste alejarse con una alegría y un orgullo adolescentes?

Cuando llegó el momento de irnos del cementerio, te di la mano para que te incorporaras, le echaste un último vistazo a la lápida y dijiste: “Ok, old man, te dejo aquí con tus amigas las hormigas, hasta que me toque estar a tu lado otra vez”. Ahora, yo, abuelita Socorro, te digo que vamos a hacerlo esperar un rato más, porque hay otro Salvador al que con tu sola existencia estás salvando en esta noche oscura.

Nos vemos pronto, cuando te pueda abrazar y besar otra vez.

P.D. Abuelita Sissy, ¿puedes enviarme por correo una caja de chocolates?

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