Considerado como un elemento clave en la formación de los primeros asentamientos humanos (y como consecuencia de las primeras ciudades), el pan nace en Oriente Medio hace al- rededor de 14,000 años gracias a la civilización nantufiense, capaz de elaborar un tipo de pan pita con granos salvajes. Así lo demuestran los restos de migas carbonizadas encontradas en el desierto negro de Jordania, desde donde se supone que la receta viajó hasta el antiguo Egipto para transformarse en uno de los pilares de la IV Dinastía, periodo en el que se descubrió la fermentación.
Y aunque desde la ribera del Nilo el pan viajó a India para transfigurarse en el omnipresente naan, fueron los griegos, como con casi todo entonces, quienes perfeccionarían su horneado definitivo, llegando a disponer de hasta 70 variedades que eran utilizadas sin distinción de clase social en todo tipo de ceremonias religiosas, bien en forma de ofrendas, bien como alimentos de celebración. En Roma, en cambio, el pan era un símbolo de estatus, servido en las mesas patricias a la vez que era elaborado por mujeres y esclavos. Transformado en alimento aspiracional, no tardaría en convertirse en una de las bases en la dieta de las legiones, encargadas de diseminarlo por todos y cada uno de los rincones de Europa.
De aquellas conquistas (gracias a monjes y monasterios, al desarrollo tecnológico y al evidente paso del tiempo) surgen, entre muchos, otros el mollete español, la baguette francesa, el pretzel alemán o el bagel, inventado en Polonia por las mismas comunidades judías que más tarde se lo llevarían consigo a Estados Unidos durante las grandes migraciones de principios del siglo XX.