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La conexión Guadalajara-Nueva Orleans

La Docena cumple 10 años y celebramos junto a su chef Tomás Bermúdez. Una conversación sobre trabajo, dedicación y hedonismo en la que viajamos desde Durango a Buenos Aires.
dom 31 julio 2022 05:03 PM
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La carrera profesional de Tomás Bermúdez, originario de Durango, comenzó en un restaurante argentino de Guadalajara que curiosamente tuvo que cerrar por otra pandemia, la de la influenza H1N1 de 2009.

Tomás Bermúdez es una máquina de romper prejuicios, al menos para el que escribe. De alguien que ha pasado por las cocinas de Martín Berasategui y Le Chateaubriand y que es socio y cara visible de uno de los proyectos gastronómicos más interesantes de la región, uno esperaría una actitud más cercana a la de esos chefs conscientes de sí mismos que aparecen en los dominicales de los llamados periódicos prestigiosos. Nada más lejos de la realidad.

Tomás Bermúdez –jeans, camiseta negra y Nike Blazer impolutos–, nos recibe como si nos conociéramos de toda la vida. Amable, relajado, con un acento norteño cada vez más desdibujado por los viajes y la vida, enseguida nos ofrece la mejor mesa de La Docena de Polanco, en la Ciudad de México, mientras llena de jerga el inicio de la conversación.

Nos ofrece agua, Acqua Panna concretamente, y aquí encontramos la primera pista. A pesar del ambiente relajado, del vestuario informal de los trabajadores del equipo, de la chapa industrial incrustada en las paredes de ladrillo, de la barra de mariscos más apetecible de la capital, de la cocina a la vista de todos y de que Bermúdez no deja de huir de los clichés que últimamente han esculpido la figura del chef moderno, estamos en uno de los mejores restaurantes de Latinoamérica. Así al menos lo confirmó en 2019 la prestigiosa lista que San Pellegrino elabora anualmente en esta parte del mundo.

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Además, estamos de aniversario. Este 2022 se cumplen diez años desde que Bermúdez y sus socios Claudio Javelly y Alejandro de la Peña llevaron a cabo la histórica apertura de la primera Docena, en el corazón de Guadalajara, a la que seguirían otra sucursal en la misma ciudad, dos más en la Ciudad de México y una suerte de “oyster grill y beach club” en Puerto Vallarta. “El crecimiento ha de ser orgánico. ¿Por qué tener diez restaurantes si con dos puedes alcanzar casi lo mismo? No hay que perder de vista la calidad de vida”, anuncia como si fuera un mantra.

Aquel restaurante cambió la escena gastronómica de la capital de Jalisco (y más tarde la de la Ciudad de México) pero ya se sabe que, al menos en cuestiones de creatividad, la línea recta no suele ser el camino adecuado. “Hijo de doctores”, Bermúdez reconoce que la cocina siempre fue un estado de ánimo para él. “Soy el típico caso del niño rodeado de hermanas que se pasaba las tardes haciendo pasteles, galletas y toda esa onda”, recuerda con una chispa de alegría en la comisura de los labios que ya no borrará durante las próximas cuatro horas. Hablar de comida, de olores, de frutas y verduras de temporada y de pescados y mariscos, su gran especialidad además del fuego vivo, automáticamente le conduce a ese lugar al que viajó Anton Ego tras engullir al final de la película de Pixar el delicioso ratatouille que elaboraron Linguini y Rémy.

“Siempre quise estudiar cocina y esa era mi idea tras terminar la secundaria y la preparatoria, pero mis padres tenían otros planes”, recuerda antes de matizar que aquella era otra época, con una filosofía de vida a la que supo dar un crack divino. Así que se fue a Guadalajara y comenzó a estudiar Diseño Industrial, carrera que abandonaría tras solo un año. “Me di cuenta de que no era feliz, de que no quería eso para mi vida, además de que no tenía el talento”, añade.

Acción reacción. La decisión, iniciática sin saberlo, le abriría las puertas de una carrera que le llevaría por Argentina (país donde eligió formarse) y Europa antes de regresar a tierras mexicanas. Tiempos de aprendizaje, pero también “de mucha chamba”. “Fue un viaje en el que compaginé el trabajo con algunos cursos. Estuve en Andorra, Valencia, Barcelona e Ibiza y, sobre todo, aprendí qué significaba esto de la cocina. Fue como un proceso de inserción laboral”, describe.

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El sendero, transitado mil veces por otros como él, le devolvería de nuevo a Buenos Aires y otra vez a Durango, la ciudad que había abandonado solo unos días antes de cumplir la mayoría de edad. “Es un lugar muy lindo, en un estado impresionante, pero hay más o menos dos opciones, dependiendo de la visión de la gente. Puedes quedarte para seguir contribuyendo al crecimiento de la ciudad o salir para alimentarte de más experiencias y alcanzar otro nivel de crecimiento”. Él apostó por la segunda, con resultados evidentes. Al final, serían tres años en el extranjero “estudiando y trabajando”, pero también comiendo en los mejores restaurantes y hoteles del mundo. “Aprendí muchísimo y entendí muchas cosas. Es algo que sigo haciendo todavía. Sigo pendiente de la técnica, del servicio, de cualquier oportunidad de mejorar”, asegura demostrando que sus pies, a pesar del reconocimiento público y de las casi siempre buenísimas críticas, siguen pegados al suelo.

El advenimiento

Sería curiosamente otra pandemia, la de la influenza H1N1 que en 2009 pararía México por completo, la que le llevaría a cruzar de nuevo el charco, aunque antes emprendería su primera (y fallida) aventura con sus hoy socios. “Álex y Claudio llevaban ya muchos años trabajando en el sector restaurantero de Guadalajara y me llamaron para llevar la cocina de La Porteña, un restaurante argentino. Sin embargo, la influenza nos obligó a cerrar poco después de la inauguración y aproveché para formarme y seguir viajando”. Tres meses en las cocinas de Martín Berasategui, el templo de tres estrellas Michelin de la nueva cocina vasca de Lasarte-Oria, muy cerca de San Sebastián, “una de las cocinas más finas del mundo”, fueron el preludio perfecto para lo que hoy conocemos como LaDocena.

“Teníamos el local de La Porteña vacío, pero listo para poner lo a funcionar en cualquier momento. Lo que no había era concepto, proyecto ni nombre. Cuando terminábamos el día en la Cervecería Unión (el proyecto con el que regresó a Guadalajara), nos la pasábamos discutiendo e imaginando qué podíamos hacer allá. Así estuvimos muchísimas noches”, relata Bermúdez.

Entonces surgió la epifanía. “Recuerdo que Claudio volvió emocionado de un viaje a Nueva Orleans. Nos dijo que tenía la solución: había que vender ostiones. Al final, teníamos todo para hacerlo. Parrilla, producto, experiencia, conocimientos... Vimos que había ese nicho en México y empezamos a desarrollar la idea”. A Bermúdez se le ilumina la cara recordando los buenos y viejos tiempos en los que el menú empezaba a tomar forma. “En aquel entonces, finales de 2011, los lunes organizábamos clases de cocina para amigos en el restaurante. La idea era que yo cocinaba mientras se abrían tantas botellas de vino de la bodega como fuera posible. Era muy divertido, pero también productivo. De ahí, por ejemplo, salió la hamburguesa que formó parte de nuestro primer menú de La Docena y que todavía hoy sigue presente”.

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La primera carta de La Docena comenzó a pergeñarse durante unas clases informales de cocina que Tomás Bermúdez daba a sus amigos de Guadalajara. De esa experiencia surgió, por ejemplo, la famosa hamburguesa, que todavía aparece en la carta como uno de los platos estrella del restaurante.

Aquella primera carta, pergeñada a seis manos y cotejada con amigos y compañeros de la industria, acabaría incluyendo ostiones frescos y a las brasas, salpicón de pato, sus exitosos po’ boys y la famosa tostada de jaiba con espuma de habanero, que el propio Bermúdez confiesa que surgió como una broma privada entre ellos. “Era nuestra manera personal de burlarnos de la alta cocina”, reconoce vivaracho.

Pero esos juegos y esa ironía intelectual no serían los únicos valores diferenciadores de su propuesta. Si las revoluciones culinarias que habían cambiado los fogones de Europa habían nacido desde abajo hacia arriba, la de Bermúdez y La Docena sería en la dirección contraria: de arriba a abajo. “Imagínate que pasé de un tres estrellas Michelin, uno de los mejores restaurantes del mundo, a hacer taquitos y molcajetes deliciosos en la Cervecería Unión”, observa. Quizá por eso su restaurante es como es. Un lugar donde la cerveza y los borgoñas, los po’ boys y el cangrejo real de Alaska, los ceviches y aguachiles y el jamón de bellota conviven en perfecta armonía, siempre con un halo de extrema dedicación y perfección sobrevolando cualquier actividad que tenga lugar en el restaurante.

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La visión

La excelencia, sin embargo, no tardaría en mostrar su cara b: la de la necesidad de una búsqueda implacable, casi una persecución, de la consistencia necesaria para mantener el nivel exigido. En solo semanas, proveedores, ganaderos, agricultores y pescadores y mariscadores ya eran piedras fundamentales del proyecto. Habían alcanzado un estándar internacional como restaurante, pero ahora tocaba mantenerlo, la más difícil de las tareas, que superaron con “inversión e investigación”.

“La red de proveedores ya existía, pero tuvimos que desarrollarla para así poder disponer del mejor producto, ya fuera pescado, carne o vegetales. Por ejemplo, trabajamos con un rancho que nos ofrece una materia prima impecable. Nosotros colaboramos en la inversión en su momento para que ellos nos sirvieran lo mejor. Ahora el rancho ha alcanzado un nivel impresionante y aunque ya no participamos económicamente, seguimos siendo sus clientes”, relata el chef antes de mencionar otros interesantes y diversificados proyectos en los que tanto él como sus socios aún tienen intereses, como la carne wagyu de Durango o la sorpresa que se llevaron semanas antes de que René Redzepi abriera su pop-up en Tulum, en 2017. “Visitó nuestro restaurante de Guadalajara, probó la almeja melón, que solo teníamos nosotros, y se enamoró. Al final, nuestra línea de distribución le permitió disponer en Tulum de 300 almejas melón al día”, recuerda.

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La Docena ya era entonces el secreto mejor guardado de Guadalajara, y ese rumor de que algo estaba ocurriendo en la escena gastronómica de la capital de Jalisco se iba transmitiendo de boca a oreja entre críticos, foodies, turistas y locales. Así llegó la expansión, al centro comercial Andares, primero, y a la colonia Roma de la Ciudad de México. Y poco después, el gran premio.

“Los premios son bonitos porque son un reconocimiento para el equipo, pero lo que más me gusta es la comunidad que hemos construido”.

En 2019, La Docena apareció en la lista de los Latin America’s 50 Best Restaurants de San Pellegrino, la confirmación definitiva de una historia que había comenzado apenas ocho años atrás en forma de taquería y cervecería. Y ahí sigue Tomás Bermúdez, huyendo de la fama, disfrutando cuando ve “a unos chavos tomarse una botella de vino con una docena de ostiones” y riéndose, literalmente, cuando a alguien se le ocurre mencionar su merecido lugar en el altar de la gastronomía que revolucionó el país. “Los premios son bonitos porque son un reconocimiento para el equipo y para los clientes. Lo que más me gusta de lo que hemos conseguido es la red que hemos tejido alrededor del mundo.

Tengo grandes amigos, nos invitamos y tenemos una comunidad muy bonita entre cocineros de diferentes países, que nos permite una conexión enorme. Al final se trata de aprender”. Esa familia lejos de la familia se reunió precisamente a comienzos de este año en Guadalajara para celebrar el décimo aniversario del restaurante. “Llamé a todos. Les dije que íbamos a organizar un desmadre para celebrarlo y les pregunté qué querían hacer”, explica sobre el que muchos consideraban ya en marzo que era el mejor evento gastronómico al que se podía acudir en México este año. Por allí pasaron durante cuatro días de “fiesta, comida, música y mucha bebida” que incluyeron una visita a Tequila para ver el proceso del destilado, Elena Reygadas, Edgar Núñez, David Castro, Diego Hernández, Joaquín Cardoso, Luis Valle, Fabián Delgado, Francisco Ruano y Sofía Cortina, Renzo Garibaldi, Mitsuharu Tsumura, Mads Refslund, Mario Castrellón y Tomás Kalika, entre muchos otros, con los que habló de tiempos pasados y futuros y de ideas y de proyectos como los que ocupan su parece que ilimitado tiempo.

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Se trata de ONO, una barra de sushi en el lugar que ocupaba en Guadalajara la antigua Cervecería Unión; Juniko, una experiencia omakase en Andares, también en Guadalajara, y Mishigene, el restaurante de cocina “de la diáspora judía” que Álex, Tomás y Claudio traerán a la Ciudad de México, concretamente al edificio Virreyes, en Lomas de Chapultepec. Nada mal para un cocinero que rechaza el estrellato, que sigue reflexionando sobre el futuro de la cocina mexicana y que continúa emocionándose como el primer día cada vez que descubre un nuevo sabor o una nueva textura. “El pasado agosto tuve un descubrimiento epifánico en una boda a la que fui en Culiacán. Se llama Carreta el Puyi y es algo que no das crédito.

Qué pedo con esa comida, con esos sabores, con ese equiibrio. Es la mejor experiencia con mariscos que he tenido en México. Marisco real sinaloense, hecho con caldo de camarón con apio, pepino y gotas de limón y quizá con una gota de kétchup. Nada más, nada menos”, rememora salivando antes de pararse a pensar en el futuro. “Pocos saben que el nombramiento por parte de la UNESCO de la comida mexicana como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad tiene sobre todo que ver con la cocina michoacana. Sabemos que la cocina oaxaqueña es algo perfecto y también hemos impulsado la cocina yucateca, pero estamos en un punto en el que creo que debemos abrirnos a otros sabores”, puntualiza convencido.

No nos parece mal consejo para terminar una conversación definida por el hedonismo de un chef único que en breve se tomará unas merecidas vacaciones a las que incluso ha puesto nombre: ‘Zarandeado World Tour’. La idea es viajar por Europa para transmitir el secreto del zarandeado a todos esos amigos que ha ido haciendo desde que hace diez años Claudio Javelly regresó de Nueva Orleans con una idea destinada a romperlo todo.

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