Tomar un avión, recorrer una carretera o embarcarse en un crucero en solitario puede ser una increíble experiencia, aunque a algunas personas les cueste creerlo. Esta es mi visión al respecto.
En los poco más de diez años que llevo trabajando en la industria editorial he conocido a personas que se horrorizan ante la idea de viajar solas, sea por placer o por negocios. A mí, por el contrario, me horroriza –no siempre, aclaro– la idea de depender de alguien más para tomar la decisión de embarcarme hacia un destino nuevo.
Si bien esto puede ser consecuencia de todos los viajes de prensa a los que he tenido la suerte de ser invitado, creo que tengo cierta tendencia a disfrutar de mi tiempo a solas. Hace un par de meses desayunaba con mi jefa y durante la conversación me hizo un comentario que me hizo ver que no soy el único miembro de este club. “El trabajo nos ha acostumbrado a vivir experiencias increíbles en solitario”, me dijo. Esto no significa que no me encantaría ir de fiesta con amigos a un club de playa de Los Cabos o con mi pareja a pasar unos días en Chablé, el mejor hotel de Yucatán. Sin embargo, sí quiere decir que disfruto mucho poder elegir si quiero prender la televisión o no, fijar la temperatura del aire acondicionado a mi gusto y decidir sin ningún tipo de conflicto si prefiero pedir room service o bajar al restaurante a elegir qué es lo que más me gusta del buffet.
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También me he ido solo de vacaciones. Probablemente mi experiencia iniciática fue el recorrido que hice por Europa al terminar mi Máster en 2009. Durante tres semanas tomé vuelos de aerolíneas de bajo costo, recurrí a Couchsurfing para ahorrar en hospedajes y sobreviví exclusivamente con lo que cabía en una mochila y una carry-on. Probablemente, la lección más importante la aprendí en Roma. Decidido a no gastar euros innecesariamente, planeé esperar a que amaneciera en la estación de trenes al llegar de mi destino anterior. Con lo que no contaba era que la estación cerraba a medianoche y no permitían a nadie permanecer en ella. Asustado como un ratón, tuve que salir a recorrer una zona no muy segura para los turistas y pagar un precio bastante alto en el primer hotel que encontré abierto para no dormir en la calle.
A lo largo de los últimos años ha habido de todo, desde viajes en crucero hasta road trips. Si tuviera que elegir un viaje que verdaderamente disfruté, tal vez tendría que hablar del recorrido que hice desde San Francisco hasta Mendocino, Napa y Sonoma. Esa era la primera vez que manejaba en Estados Unidos y, sin duda, California me ofreció los mejores paisajes. Escuchar mi música favorita, ir a mi ritmo, detenerme para observar el océano o los túneles formados por los abetos y las secuoyas, respirar ese aire fresco que llena y limpia los pulmones y, sobre todo, no tomar ninguna salida equivocada, me hicieron sentirme orgulloso de mis habilidades de supervivencia. O tal vez haya sido aquel Wanderlust, un retiro de yoga en Lake Tahoe, en el que celebré mi cumpleaños en 2016.
Tampoco es que yo ignore los riesgos que esto implica. Muchas veces me he preguntado quién me rescataría si me caigo en una bañera, si me robaran mis documentos o si me rompiera algún hueso en mis muy escasos momentos de intrepidez. Y entonces recuerdo dos cosas. La primera es que por eso uno siempre tiene un contacto de emergencia. En mi caso, el honor se lo lleva mi hermana, a la que siempre le aviso cuando estoy a punto de partir y cuando estoy de vuelta en casa; esa es la importancia de saber quienes son imprescindibles en nuestra vida. La segunda es que siempre hay gente dispuesta a ayudarnos, incluso aunque no nos conozca. Viajar solo me ha ayudado a creer en la bondad de las personas, más allá de las nacionalidades, culturas o barreras del lenguaje.
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En un post reciente de una cuenta de Instagram a la que sigo encontré una definición de soledad que me pareció graciosa y acertada. “Desbordante presencia de uno mismo”, decía la imagen. Tal vez eso ocurre conmigo. Mis pensamientos, mis manías, mis gustos, mi indecisión o mi irrefrenable deseo de ir a mi propio paso me han vuelto un viajero que se siente a sus anchas haciendo planes para sí mismo. Y desde luego, también he confirmado que es más fácil encontrar un asiento vacío en la barra de un restaurante muy concurrido, que te sienten junto a un desconocido en una atracción de un parque de diversiones o que te den un upgrade por la aerolínea. A veces, he notado que la gente me mira sintiendo cierta conmiseración al verme sentado a la mesa comiendo solo o lidiando para tomarme una foto en algún lugar –en esos momentos, sí que me gustaría que alguien me acompañara–, pero si de hacer confesiones se trata, estoy convencido de que todos, absolutamente todos, tendríamos que viajar solos, por lo menos una vez en la vida. Los descubrimientos que se derivan de esa experiencia, podrían sorprender hasta al más apático.
Para conocer mi paradero en tiempo real los invito a seguirme por Instagram (@pmaguilarr). Nos leemos en dos semanas.