Sin embargo, mi pasión por la vida nómada viene de mucho más atrás. Estoy convencido de que el verano que estudié inglés en Canadá me abrió el apetito por descubrir el mundo: viví con una familia italiana, tuve compañeros de clase provenientes de muchas y muy distintas regiones del planeta, y por primera vez probé platillos como el souvlaki griego y los pierogi polacos. Después vino el año de intercambio en Estados Unidos, una oportunidad de descubrir una cara distinta de nuestro vecino del norte, pues viví en Green Bay, Wisconsin, rodeado de cheeseheads fanáticos de los Packers a temperaturas bajo cero que jamás creí poder soportar dada mi cálida sangre tropical. En 2008, me mudé a Madrid para estudiar la maestría; esa fue la primera vez que puse un pie en Europa y todavía se me pone la piel chinita cuando recuerdo esa sensación de libertad que se respiraba estando delante de la Puerta de Alcalá la primera tarde que pasé en la ciudad.

La vida –así como la buena fortuna y unas cuantas decisiones acertadas– me ha puesto por la senda de los viajes. En ellos he encontrado lo que más me apasiona hacer, es decir, la posibilidad de compartir mis experiencias, reflexiones y visiones derivadas de cada estancia en un hotel, de cada tour, de cada comida, de cada plática con expertos de la industria de la hospitalidad dentro y fuera del país, de cada charla informal –hoy, por ejemplo, ante la fugaz aparición de una familia de chachalacas por nuestro camino, un miembro del staff del hotel me contó que su abuelo cruzaba gallos con hembras de esta especie para tener aves de pelea más fuertes–, de cada vuelo perdido, de cada imprevisto...