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Oda a la res

La adicción que tenemos los hombres por un buen corte y una parrilla es insuperable
lun 23 marzo 2015 06:48 AM
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Corte: picaña del restaurante Rubaiyat (Fotografías de Aydee Cuevas) - (Foto: Corte: picaña del restaurante Rubaiyat (Fotografías de Ay...)

Al sur de San Luis Potosí se acaba la carne asada e inicia la tortura. No es que los cortes sean malos, aunque muchas veces lo son: es que la ausencia de fanatismo reduce la experiencia a la mitad.

Allá, al sur de San Luis, no es habitual que el degustador pida una cita previa con su comida cruda y, en caso de así exigirlo, es mal visto que clave un dedo en ella para constatar si es suficientemente dura —sí, dura— y suave a la vez. Poco educado es rechazar el corte cuando el marmoleo luce una ligera tonalidad amarillenta, signo inequívoco de que el animal fue alimentado con exceso de maíz. Y hasta pueden tacharlo de obsesivo si indaga el origen de la pieza: edad, raza, alimentación o nombre de la empresa que empacó la canal. 

Otra del sur: los meseros se ofenden si preguntas. Se supone que, para mantener feliz al cliente, basta imprimir las palabras imported y angus (o peor, black angus: pleonasmo inconsecuente) en el menú. 

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Creer que la carne importada es superior es no tener idea de lo que ha sucedido en años recientes en el ramo. Ganaderías mexicanas, como la sonorense Rancho El 17 o Revuelta, compiten en serio, tienen un respetable scouting de ganado en pie y cuentan con una prestigiosa cartera de restaurantes entre su clientela. Sin embargo, es curioso que el establecimiento capitalino más conocido al que da servicio El 17 sea Fisher’s: un lugar de mariscos. Este malinchismo gastronómico alcanza el ámbito de los cortes. El DF es un hervidero de parrillas argentinas, uruguayas y brasileñas. El asado de tira y el bife de chorizo son la delicia del carnívoro cosmopolita. En cambio, una versión cabal del ribeye de pulgada y media —mi favorito universal— no es común. El tomahawk añejo ni mencionarlo. Estoy hablando de un corte escocés y de una de sus más esotéricas variantes gringas, sí. Pero el primero forma parte de la dieta del norte de México desde que tengo memoria. 

Corte: Asado de tira del restaurante La Bocha

La tabla del Cono Sur —cuya genialidad consiste en haber trozado la vaca al revés: contra el tejido— es suculenta. Pero ¿no es extraño que el corazón de México haya tenido que esperar 100 años para enterarse de que el asado es uno de los más refinados productos de la cultura occidental, cuando siempre tuvo a la mano su versión nacional del gran fenómeno? Y lo más importante: ¿no es una lástima que en una metrópoli dominada por la nouvelle cuisine existan tan pocas opciones mestizas de asado?... José Vasconcelos debe estar carcajeándose de la raza cósmica en el infierno.

Después están los precios: sólo en Berlín y en el Distrito Federal he gastado tanto en carne mediocre. El 80% de los bifes que probé en la Condesa, la Roma, San Ángel, Coyoacán, Polanco, la Portales o la Cuauhtémoc me rompió el corazón. Los restantes eran espléndidos, pero costaron cinco veces lo que cuesta un corte de idéntica factura preparado en mi grilla (conozco en Mazatlán el récord del cinismo engañabobos: un sirloin común de 800 gramos a 900 pesos. ¡Y la gente lo pagaba!).

Éste es el núcleo de lo que quiero decir: no es imposible acceder a un bife excepcional cuyo peso varíe de 300 a 500 gramos por un precio de 150 pesos. Es cuestión de saber buscar la pieza y aprender a cocinarla. Parece un fastidio, pero es una metáfora, y siempre es la correcta: se trata de un simple simulacro de cacería.

Corte: Filet à l'os del restaurante Beef Bar

Confieso, por otra parte, que lo que más interfiere con mi amor a la res, cuando me alejo del norte del país, es una cuestión escénica o, mejor dicho, una cuestión dramática: me impacienta la distancia que hay entre la mesa del restaurante y la parrilla. Como el mejor futbol, el verdadero asado se basa en el toque: el manejo acezante del tiempo y el espacio. Es un pequeño sacrilegio sentarse a degustar trozos de vaca bajo techo. Lo ideal es hacerlo al aire libre. Aunque la técnica culinaria varíe entre regiones, un signo común de la trama resófila es mantenerse cerca de la brasa: si el fuego te alimenta a ti, lo justo es que tú lo alimentes. Hay que hacerlo metódica y pausadamente. 

Y hay que comer al mismo ritmo: chamaqueando a los incautos con verduras, embutidos y lácteos. Haciendo luego uso de los cortes pegados al hueso, los mejores al paladar del conocedor (quizá porque el instinto del cazador es destinar lo más nutritivo de la pieza al resto de su clan): costillas, ribeyes, t-bones y porterhouses; asados de tira y bifes de chorizo. Y acudiendo por último al área jugosa reservada a los niños, mujeres, invitados de honor, veteranos y novatos: picañas, sirloines, filetes, cabrerías y tenderloins. Carne menos ósea y grasa, y ligeramente sosa. 

Esta manera de alimentarse está presente en todas las tradiciones de la grilla: lo mismo en la mesa de argentinos y uruguayos que en el asado norteño o el BBQ de Texas. Por eso la abstracción de servir bajo techo y en platos individuales arruina la experiencia de comunión que tiene para mí, desde niño, el ritual de la carne: el amor espiritual y vicioso que me une a la res.

Son escasos los buenos parrilleros domésticos que conozco en el DF. Parafraseando a Brecht, “ésos son los imprescindibles”. El poeta Eduardo Milán y el periodista Alejandro Páez Varela encabezan mi lista. Ellos son mis pioneros de un nuevo tipo de gourmet chilango: personas que no se conforman con acudir a un argentino y permitir que un chef desconocido (un Morlock) las alimente como si fueran Eloi. Si amas los establecimientos donde se vende carne al grill, has dado un paso en la dirección correcta. Ahora sólo necesitas una terraza, parrilla, tablajero de confianza y, por encima de todo, un parrillero. Con el tiempo, podrías ser tú mismo. Pero, al principio, necesitarás un maestro porque la carne asada es una genealogía de oficiales y aprendices. 

Corte: Porterhouse del restaurante The Capital Grill

Tengo que confesar que nunca seré un graduado. Soy apenas un testigo de la pasión carnal, un cabrón cuya torpeza culinaria es de sobra conocida. No es del todo culpa mía; en parte es culpa de Ignacio Valdez. Desde hace 15 años, él hace lo que importa. Soy su ayudante, y el cronista de su talento. Y es que, además de contarse entre mis amigos entrañables y de ser un artista al que admiro, Nacho lleva una vida secreta no tan secreta: es, sin disputa, uno de los mejores parrilleros de México.

Es mediodía. Valdez y yo paseamos nerviosamente por los pasillos de un Soriana esperando a que se desocupe R. En mi cabeza suena Lou Reed: I ́m waiting for my man / twenty-six dollars on my hand... dicen los científicos que la carne de res es adictiva y que, si continúa mejorando su sabor, será la cocaína de mediados del siglo XXI. No lo dudo. 

Tras las cortinas de los refrigeradores industriales, aparece R. con las charolas.

—Te puse puro Revuelta —dice a Nacho. Los ribeyes los marqué con el precio de la costilla simple del rancho San Javier y la cabrería como bistec del 17. 

Nacho le extiende a R. una jugosa propina —sí, soborno— y nos dirigimos a las cajas. Lo que pagaremos por estos pellejos —de por sí baratos si se les compra en el súper— es menos de la mitad de su precio.  

Para decirlo de otro modo: comeremos cinco con la cantidad de dinero que cuesta alimentar a una persona en una parrilla de la Condesa. Salvo que nuestra carne es de mejor calidad. Don ́t get me wrong: es raro que practiquemos esta estafa. Por lo regular hacemos nuestras compras en la carnicería Match o en HEB, donde consigues cortes jugosos a precio justo. Pero esta semana estamos en la inopia, y si vamos a gastar será en unas cuantas botellas de Umbral Ensamble que vimos a mitad de precio en City Club. Ni modo de saltarnos el asado: es nuestra misa. Lo ideal es juntarnos tres veces por semana, una al menos segura. Nacho es cliente habitual de R. y suele dar buenas propinas, por eso el tablajero lo consiente. A veces rebana la pieza de t-bone en dirección contraria a lo habitual para sacar el entrecot sin hueso ni lomo: un perfecto bife de chorizo. O le carga una pulgada transversal al short rib y lo alarga al límite; eso lo convierte en asado de tira. Se trata de cortes que R. desconoce y hasta se burla de ellos: le parecen un desperdicio de buena carne. Sin embargo, sigue con precisión las indicaciones de Nacho. Es emocionante asistir a sus diálogos: un capitán de artillería intentando reeducar a su balista.

El estilo de Valdez es mestizo. Domina las sutilezas de la parrilla norteña, texana y argentina. De niño aprendió los rudimentos del oficio de su padre durante largos fines de semana en la sierra de Arteaga. Después, siendo adulto, fue y vino a Laredo, MacAllen y San Antonio y trajo a Saltillo algunas de las innovaciones y excesos texanos, especialmente en lo que respecta al espesor y a la tesitura de los cortes. Fue él quien me enseñó a no comer siempre carne fresca; a veces es delicioso dejarla cultivar cierto tipo de bacterias.

Corte: bife de chorizo del restaurante Q de Baires

Nacho adquirió su maestría hace una década, cuando empezó a viajar a Argentina a exponer su obra. En Buenos Aires conoció a Martín Riwnyj, quien además de ser un pintor reconocido internacionalmente es un maestro de la parrilla. Nacho lo acusa de ser capaz de aventarse el tiro de cocinar una vaca entera. De Riwnyj aprendió la otra técnica de la brasa: hacer carbón de leña por aparte y cargarlo a la parrilla a pala para controlar mejor la temperatura. También dominó con él los cortes de herencia italiana. Eso terminó por convertirlo en un jedi del negocio, y quien lo haya visto arrancar la lumbre con un cerillo y una servilleta con azúcar o manipular sus estuches de cuchillos Wusthof y Laguiole sabe de lo que hablo. Curiosamente, se niega a abrir un restaurante: cocina para sus amigos y para las visitas, nada más.

Adoro las carnes tremendas, monumentales: 500 gramos en la báscula y una pulgada y media de espesor son lo mínimo que espero. Sin embargo, de vez en cuando disfruto volver a lo básico. Es entonces cuando visito a Zertuche.

Mario Zertuche es ingeniero civil (construyó mi casa) y agricultor nogalero; de eso vive. Pero también, por afición, posee un pequeño rancho ganadero. La mayor parte de la carne que compra para su consumo doméstico la adquiere en una carnicería a la que él mismo surte. Me gusta comer en su casa porque sé que el corte que me sirven es más que una amenidad: es el tiempo y el esfuerzo de un hombre de campo que se sienta a compartir su vida conmigo. Mario prefiere los t-bones delgaditos. Los macera en un alijo especial y después los asa en un tonel de tiro largo especialmente acondicionado para cocer la carne a la llama directa; es como si la horneara. Usa leña de nogal. Su estilo no es vistoso. Ni siquiera incluye vino: la receta original prefiere la cerveza enfriada en hielo. Mario es un hombre del desierto que aprendió a amar a las vacas cuidándolas para luego comérselas. Es un maestro de los que quedan pocos: los que inventaron el amor a la res. 

Yo lo miro trabajar en silencio, le agradezco que me alimente y pienso: no querría estar en ninguna otra parte. Y es verdad. Soy un glotón, pero hay ocasiones en que no cambiaría mi asiento en el patio de la casa de un ganadero mexicano ni por una silla en el Peter Luger de Nueva York.

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