Conoce el mundo de José Cuervo
Cada sábado por la mañana, en la colonia moderna de Guadalajara, un tren espera a sus pasajeros para llevarlos hasta el destino ideal: el mundo cuervo, el lugar donde el tequila sigue siendo el rey.
Efraín levanta la coa, ese peculiar cuchillo de hoja larga pegado a un poste largo, y marca, con fuerza y experiencia, su golpe. La piña toma forma. El tequila se asoma...
El jimador sonríe al ver la cámara. La gota de sudor que queda en su paliacate rojo es fiel testigo de que el trabajo más duro, el que no se ve en la botella, está ahí y solo ahí. Después, vendrá la selección, el horno y la cocción. Luego, la destilación, las barricas, el embotellado y las etiquetas. Al final, la copa, el paladar y la garganta… el placer.
Han pasado ya tres horas desde que el tren José Cuervo Express cerró sus puertas, con todos los pasajeros boleto en mano. Como cada sábado, el ritual mantiene la tradición: “Bienvenidos a Mundo Cuervo, la experiencia del tequila, porque cuando dices José Cuervo, en realidad dices tequila”, comenta la sonrojada guía al asignar los lugares en el tren, luchando para darse a entender con el ruido de la antigua máquina ferroviaria y los gritos de turistas del país vecino que buscan con la mirada la primera copa de tequila para experimentar en garganta propia aquello de “agarrar calor”, y a su vez recibir con el estómago abierto al invitado de honor que, vestido de blanco o añejo, acompañará el recorrido hasta el pueblo mágico de Tequila que es gobernado por un rey: don José.
Por la ventana, a pocos kilómetros de salir de la colonia Moderna de Guadalajara, comienza el desfile azul: agaves pequeños, medianos y grandes, listos para terminar sus respectivos ocho años de maduración, y así transformarse en el signo de distinción del país.
Cuando un mexicano viaja al extranjero hay dos lugares comunes y dos preguntas que tiene que responder de ley: “¿Te gusta El Chavo?”, y “Traes tequila?”. Frente a las vías, detrás de ellas, a un lado y al otro, la segunda pregunta es muy fácil de responder. Aún con la niebla cubriendo el paisaje, las puntas del agave tequilana -uno de los más de 200 tipos que hay en Norteamérica- se asoman al igual que los paliacates rojos de los cientos de Efraínes que caminan entre las plantas, teniendo como paisaje de fondo el cerro La Tetilla, ese viejo volcán inactivo que también participa de la historia.
Al grito de “próxima estación, Tequilaaaa”, los que pueden bajar sin tropezar saltan al andén. Los otros, con las mejillas rojas y los ojos perdiendo órbita, piden un vaso de agua para volver a empezar. El paisaje ha cambiado. Ahora, la parroquia de Santiago Apóstol es el fondo para que la guía dé dos grandes anuncios: “Tequila fue declarado Patrimonio de la Humanidad hace diez años, el 12 de julio de 2006… Y los baños están cerca, en el hotel Solar de las Ánimas, donde tomaremos un aperitivo y sí, uno que otro tequilita Cuervo más”.
Ubicado a pocos metros de la parroquia, el hotel abierto hace un año es una de las grandes apuestas de Mundo Cuervo y su segunda parada. Aquí, el tequila vive cómodo y a sus anchas, entre madera de roble, cantinas y restaurantes. Vive consentido y entre artistas: pinturas de José de Jesús Benjamín Buenaventura de los Reyes y Ferreira -mejor conocido como Chucho Reyes- y esculturas de Juan Soriano, que dan el contexto ideal para pasar del tequila derecho a la coctelería de autor (cortesía del embajador de la marca) el griego Stelios Papadopoulos, quien es el encargado de los Bloody Mary que acompañarán al visitante hasta su habitación.
Con las maletas en el clóset, y un cambio de zapatos sugerido para no resbalar entre piñas, mosto y alcohol, el hotel Solar queda atrás para dar paso a la calle José Cuervo, donde la fábrica La Rojeña, suelta su perfume como señal de que los hornos están listos para recibir piñas de agave y trabajar.
Ahí, ahí está Efraín. Sube la coa, mide el golpe y limpia el corazón de la planta. En cinco minutos lo ha repetido una decena de veces con una perfección que le compite a cualquiera de las máquinas que se asoman entre las paredes de la destilería. La guía, que vigila de cerca a los que creen que el horno es un espacio para fotografías, invita a probar la piña sin cocer. Efraín levanta la coa. La deja caer. Ofrece un pedazo y dice: “Acuérdense de mí en la siguiente copa”.
Treinta pasos después resulta imposible olvidar a Efraín. De una barrica de roble fabricada en Kentucky, la guía extrae tres copas de licor blanco: “Éste es el tequila como se conocía en sus inicios. 55 grados, y es su momento de encontrarse con él”, sentencia y sonríe, pues conoce la reacción de cada uno de los que han estado por ahí. No han pasado más de 30 pasos (imposible tener certezas después de esta copa) cuando aparecen tres barricas -ahora de origen francés- fabricadas en la antigua región de Lemosín (hoy Aquitania) goteando, demandando un caballito que reciba todo lo que tienen para ofrecer -añejos, reposados y un black conservado en barricas que fueron hogar de un Scotch-. La guía vuelve a aparecer: “Les paso un caballito para contarles la historia de un vaso que toma su nombre de cuando la gente que viajaba a caballo buscaba una media de tequila que pudiera llevarse para ir tomando en el caballo: el caballito”.
El grupo se ha reducido bastante en el camino por La Rojeña. Algunos, después del cuarto tequila, regresan al hotel. Los que quedan tienen el premio mayor: una vista a la cava de José Cuervo donde más de 200 damajuanas guardan el espíritu ideal del tequila. La perfección de la que hablaba Efraín es explicada en una frase: “Aquí, nuestros jimadores tienen su museo. La historia de sus padres y abuelos. De los padres de sus abuelos. 300 años de tequila y ustedes, van a quitarle un pedacito al relato”, sentencia la guía y deja caer en la copa la mejor Reserva de la Familia. El viaje y la última gota llegó a su fin. Es verdad, falta Tequila por recorrer, pero queda claro que el mundo de don José tiene un final feliz. afuera, Efraín levanta la coa, el paliacate recibe otra gota de sudor y la historia vuelve a comenzar.