7 retratos londinenses
Don Palladium
Este señor se puede llamar Neil o Jack, pero en esta foto queda claro que se llama Don Palladium. Su oficio es controlar la puerta que tiene detrás, y que por cierto ha dejado abierta, por eso mira así a la cámara: sabe que en un momento de distracción se le cuela alguien al London Palladium. Por esa puerta entran los artistas y este hombre tiene cara de tutearse con tipos como Mick Jagger.
Cuando llegue el momento del espectáculo, su arrugada camisa llevará un moño en el cuello y encima un saco de solapas satinadas. Detrás del hombro izquierdo de este señor que trabaja cerca de Oxford Circus, se ve un interfón y un mecanismo para meter una llave que solo él posee y que hace tintinear mientras se impacienta porque le estamos haciendo una fotografía. Con esa misma cara que mira a la cámara, debe mirar al iluso que le cuenta una historia para que lo deje pasar.
Este hombre, a juzgar por su vestuario, ha llegado de Escocia, de un think-tank independentista que le ha encargado pasearse por Londres con la falda típica. “Para hacer patria”, le habrán dicho antes de que se subiera al Ryan Air que lo trajo. La verdad es que, a la hora del retrato, se le ve desanimado, probablemente acaba de dejar la maleta en el hotel, una vieja Samsonite que le prestó su madre, la mujer con la que vive en Glasgow, y después se ha dedicado a promocionar la independencia de su país por Oxford Street, una populosa avenida que parece ideal para ese tipo de gestas.
Pero, como he dicho, a pesar de la alta misión patriótica que se le ha encargado, se le ve triste.Todo en él tira hacia abajo: el paraguas, las mejillas, el torso... incluso ese cinturón tan escocés cae por debajo de la cintura. Sin embargo, ese derrumbe que es su cuerpo se detiene en seco contra esos dos zapatos plantados con gran autoridad en el suelo londinense.
Como todos los integrantes de la Guardia Real, este hombre nos mira y no nos mira al mismo tiempo. El contacto visual está prohibido por el reglamento: se sabe que una mirada puede ser la puerta hacia la debilidad. Al parecer, también aplica a los caballos, que miran y no miran igual que sus jinetes. Este guardia es la evidencia de lo mucho que ha cambiado Inglaterra.
Sus ancestros —y quizá hasta él mismo— vienen de un lugar que fue colonizado por el ejército del imperio inglés y ahora resulta que él, aprovechando la pluralidad del siglo XXI, forma parte de ese mismo ejército. “Qué vueltas da la vida”, debe pensar frente al espejo, cada vez que se abrocha los botones de ese peto dorado. La imponente marcialidad con la que este soldado lleva su uniforme contrasta con esa graciosa melena rubia que sale de la torre del casco y le cae por detrás del cuello, tan ligera, y tan loca, que se levanta con el primer vientecillo.
Esta mujer va andando distraída por una calle del barrio de Soho y, en cuanto pasa frente a nosotros, recuerdo una idea del poeta irlandés W.B. Yeats: “Este Londres melancólico. A veces pienso que las almas en pena caminan permanentemente por sus calles. Puedes percibir el tufo cuando pasan cerca”. Lo del tufo voy a matizarlo porque el rastro que iba dejando esta mujer era una delicia: olía a jardín con un halo de eucalipto. En cambio, lo de las almas melancólicas que caminan por las calles de Londres le viene como anillo al dedo, o a los dedos porque en la mano del teléfono lleva tres. Va tan concentrada en la pantalla que no se da cuenta cuando le hacemos la foto, y el audífono en la oreja nos sugiere que habla con alguien, o que elige una canción para estimular su caminar.
La verdad es que se ve poco de la mujer que va debajo de esas prendas oscuras, pero hay zonas sumamente elocuentes: el bombín cónico, mínimo, un poco boliviano, parece que ha cedido su espacio para que quepan esos enormes zapatones cafés. Me gusta mucho la mano que cuelga, no se sabe si cuenta con los dedos o si tiene nostalgia de un cigarro. También cuelga una de las asas de su bolsa, pero ésta más bien me pone nervioso.
La flor abstracta
“Creo que Londres es sexy porque está repleto de excéntricos”, declaró hace poco la actriz Rachel Weisz, que nació en Londres y sabe de lo que habla. Comprobemos lo que dice Rachel en este retrato, de un padre con su hija en Holland Park Avenue, en el corazón de un barrio conservador y poco dado a la excentricidad. En una breve conversación cuentan que vienen del colegio de la niña. “¿Y había un festival?”, pregunto yo pensando en la primavera, y en que la niña, según mis cálculos, va disfrazada de flor abstracta. “¿Festival?”, responde el padre genuinamente extrañado. No sabe de qué le hablo.
En Londres, la gente se viste así porque quiere, porque le apetece. En el momento del retrato, el padre mira a la cámara con resignación y con un subido escepticismo, mientras que la hija sonríe con cierta ilusión: parece que le gusta que ese contraste que hay entre el azul de la sudadera y el púrpura del pelo quede fijado en esta fotografía y por si acaso esconde las manos, para que no haya duda de que se trata de una flor.
La pareja
La forma en que estos dos chicos miran a la cámara revela la idea que cada uno tiene de esta relación. ¿Amigos? ¿Novios? ¿Compañeros del colegio? Sea lo que sea ella no tiene ningún problema en que la vean con él: mira hacia el frente con una entereza feliz, que raya en el desafío. En cambio, él mira de lado, con unos ojos tristones, a punto de ser cubiertos por la pesadumbre que se le acumula en los párpados. Apenas soporta este muchacho el momento de la fotografía, que afronta con las manos metidas en los bolsillos. Ella es lo contrario o, más bien, su contrario. Lleva el abrigo que se ha quitado en el brazo izquierdo y el otro lo lleva al aire: no tiene nada que esconder y es de una frescura contagiosa.
Uno puede preguntarse: ¿qué hacen juntos estos muchachos siendo tan diferentes? Precisamente eso, compartiendo carencias, virtudes, talentos, es decir, complementándose. Están en la calle Broadwick, en Soho, muy cerca de donde pasó, hace un momento, la mujer de los zapatones cafés.
Mares del sur
“Hay dos lugares en el mundo donde los hombres pueden, de verdad, desaparecer: Londres y los mares del sur”, decía Herman Melville, autor de Moby Dick, en referencia al anonimato que ofrece una ciudad grande, cosmopolita y plural como Londres. Pues este hombre de aire hipster, que se recarga tensamente en la vidriera del negocio que regentea, no está interesado en desaparecer: en la esquina superior izquierda puede comprobarse su ubicación.
Sin embargo se trata de un falso exhibicionismo: basta ver su gesto y su actitud para pensar que, en realidad, lo que quiere este hombre es, efectivamente, desaparecer, hacerse compacto y delgadito hasta borrarse de la foto. Tiene los pies muy juntos, como si no quisiera ocupar mucho espacio, y las manos agarradas con mucha fuerza para impedir que a uno de los brazos se le ocurra dispararse. Lo dicho, se trata de un falso exhibicionista que, al no poder desaparecer en Londres, se irá a probar suerte a los mares del sur.