Levanta la toalla
Cuando el réferi paró la pelea nadie lo podía creer. Aun con sus 43 victorias al hilo como tarjeta de presentación, Julio César Chávez González (Ciudad Obregón, Sonora, 1952) había llegado al Grand Olympic Auditorium de Los Ángeles con los pronósticos en contra. Pero era tal su necesidad de triunfo, que su rival, el también mexicano Mario “Azabache” Martínez, no pudo siquiera terminar el octavo episodio, de tan vapuleado que estaba. “Sabía que de esa noche dependía el resto de mi vida”, explica el ex campeón en un hotel de Polanco, donde nos reunimos para recrear algunos de los acontecimientos más relevantes en los últimos 30 años de su vida.
El 13 de septiembre de 1984, Julio César conquistó su primer campeonato, en la categoría Superpluma del Consejo Mundial de Boxeo (CMB). Ese día, México vio nacer un nuevo ídolo; la historia del boxeo registró el principio de una leyenda: la del “Gran Campeón Mexicano”, como lo bautizaría Jimmy Lennon Jr., el más famoso anunciador del ring.
Las cosas a la ligera
¿Qué ha ocurrido con “Mr. Nocaut” desde aquel primer gran trancazo que dio en 1984? Con un total de 107 triunfos (86 de ellos por la vía del descontón), seis derrotas y dos empates, el boxeador más victorioso que ha dado México llegó a sumar 87 triunfos y casi 14 años sin descalabros.
El sueño se empezó a resquebrajar 10 años después, el 29 de enero de 1994, cuando Frankie Randall le arrebató el título Superligero del CMB con una pelea que ganó por decisión dividida. “Fue muy triste para mí”, declaró en una entrevista para el periódico Excélsior 20 años después de aquel episodio. Confesó no haberse preparado debidamente para el enfrentamiento contra el estadounidense. “Tomé las cosas a la ligera”, dijo al reportero en aquella ocasión, y reconoció que esa noche fue presa de sus excesos. Había aparecido la que se convertiría en la principal amenaza para su carrera.
Una noche de 1994, como muchas en los últimos dos o tres años de su vida, Julio César había consumido demasiada cocaína y alcohol. Semanas antes, Amalia Carrasco, su ex esposa, no sólo había decidido dejarlo, sino revelar a la prensa que el ídolo de México era adicto a las drogas y tenía por costumbre golpearla. Los periódicos, además, lo cuestionaban sobre supuestos nexos con los principales narcotraficantes del país, como Francisco Arellano Félix y Amado Carrillo —mejor conocido como El Señor de los Cielos.
También enfrentaba una demanda de la Secretaría de Hacienda por evasión fiscal y de Arrendadora Bancomer por pagos incumplidos. No hacía mucho que su impresionante racha de 89 peleas invicto había llegado a su fin y, por si fuera poco, tenía una infección en el codo que se complicaba más de lo esperado y ponía en riesgo sus posibilidades de seguir boxeando.
Con todo esto en la cabeza, y mucho más, el héroe vio el amanecer después de una noche entera sin dormir. Estaba en su residencia de Colinas de San Miguel —uno de los fraccionamientos más exclusivos de Culiacán— lleno de problemas y sin motivación alguna para seguir. “Me sentía muy solo y deprimido. Entonces dije: ‘Chingue su madre, me voy a matar’”.
Aprender a golpes
La historia de Julio César es común a la de muchos boxeadores: parte de una familia de escasos recursos, sintió desde muy pequeño la necesidad de contribuir con lo que pudiera económicamente, así que se puso a vender periódicos. Más tarde, ya adolescente, empezó a practicar box amateur, según dice, por no soportar que su madre tuviera que lavar ropa ajena para sacar adelante a sus 11 hijos.
Aunque nació en Sonora, el boxeador creció en Culiacán, Sinaloa. Fue ahí donde ganó el torneo de los Guantes de Oro, su único logro como aficionado, pues, antes siquiera de cumplir los 18 años, ya se había iniciado como profesional. Pensaba, como todos, que a base de golpes vendría la oportunidad de sacar adelante a su familia. “Estaba enamorado del boxeo. Mi vida era subir al ring. Además, cada vez me pagaban mejor, así que ¿cómo no me iba a gustar?”.
Así, los 400 pesos que ganó por su primera pelea como profesional, en 1980, se convirtieron en cuatro millones de dólares en 1992, cuando enfrentó al puertorriqueño Héctor “Macho” Camacho en el Thomas & Mack Center de Las Vegas, Nevada (siendo éste el mayor éxito de taquilla en la historia del recinto, al congregar a más de 19,000 espectadores); y en siete, cuando se encontró por primera vez con Óscar de la Hoya, en 1996.
Hoy, con cinco títulos mundiales en tres divisiones de peso (Superpluma, Ligero y Superligero), el César del Boxeo no sólo sigue siendo el mexicano con más triunfos en este deporte, sino el que llegó a acumular la mayor fortuna como producto de sus peleas. Según cálculos de José Sulaimán, ex presidente de la CMB —fallecido en enero de este año—, su patrimonio pudo haber llegado a los 80 millones de dólares. El problema, como suele suceder cuando se conjugan éxito, fama y dinero, fue que el mundo le empezó a quedar demasiado pequeño.
La cara del diablo
Los recuerdos se tropiezan al salir, como si su memoria se negara a revivir aquellos momentos terribles. Julio César, con 52 años de edad —y cuatro en rehabilitación—, se muestra incómodo al relatar los episodios más críticos que vivió en aquella casa que fue tan significativa para él. Las anécdotas salen hechas pedazos, incompletas y sin un hilo conductor que encadene un hecho con otro: “Un día casi mato a mi hermano ‘el Borrego’ de un balazo... estaba muy enojado. Otro día le prendí fuego a mi recámara. Después estuve a punto de darme un tiro... en esa casa veía cosas que no existen. Todos los días se me aparecía al diablo”.
El campeón mundial vuelve a recordar ese día en que llegó a pensar que no tenía sentido vivir. Aquella noche, sin más compañía que la de su personal doméstico, se abrió camino entre sus empleados empuñando una pistola. Salió al patio, se llevó el cañón a la sien y presionó el gatillo. El mecanismo del arma se trabó, así que la detonación no se produjo ni en ese ni en un segundo intento. Enloquecido, el boxeador hizo lo que pudo para corregir el desperfecto, apuntó nuevamente hacia su cabeza y, justo antes de disparar por tercera ocasión, llegó el manotazo de uno de sus trabajadores. El estallido trajo un instante de pánico. La bala, afortunadamente, había ido a incrustarse en el tronco de un árbol.
Colinas de san miguel, 2014
El ex campeón recorre cada pasillo de la que fue su casa, supervisando minuciosamente las obras de remodelación. Su gesto refleja alegría, porque convertir su antiguo hogar en centro de rehabilitación lo entusiasma, pero también nostalgia porque la transformación del inmueble lo hace conectar con muchos recuerdos. “Si esta casa hablara, contaría momentos muy bonitos de mi vida, pero también diría cosas horribles —dice con voz temblorosa—. Lo bueno es que, al final, el destino quiso que este lugar se transformara en algo bueno y eso es con lo que me quiero quedar”.
Recuerda cuando las calles alrededor se llenaban de gente celebrando con él sus triunfos o, incluso, en los pocos casos en que llegó a ocurrir, demostrarle su apoyo ante la derrota. “Era muy bonito ver a miles de personas afuera de mi casa gritando mi nombre. Es algo que jamás voy a olvidar ni dejaré de agradecer”.
Cientos de reconocimientos, fotografías, trofeos y pinturas abundan todavía por aquí, dando cuenta de las hazañas del Gran Campeón Mexicano. Entre miles de imágenes destacan las fotos donde aparece posando con el ex presidente Carlos Salinas de Gortari. “¿El ex presidente Salinas fue tu amigo?”, le pregunto. “No, Salinas no fue mi amigo... sigue siendo amigo mío”. Y agrega: “Cuando estás en la cúspide todos se quieren juntar contigo. Así conocí a muchos políticos y gente famosa. Hoy sólo tengo relación con los que se quedaron después de todo lo bueno y lo malo que viví. Carlos Salinas de Gortari es uno de ellos”.
El último round
Después de dos reincidencias, el boxeador inició en agosto de 2010 un nuevo —y confía en que sea definitivo— proceso de rehabilitación. El 7 de diciembre de ese mismo año, el gremio del boxeo dio a conocer que haría un nuevo reconocimiento a sus logros, mostrándole su apoyo, respeto y admiración al ingresar su nombre al prestigioso Salón de la Fama del Boxeo Internacional, junto a Mike Tyson y el actor Sylvester Stallone, en junio de 2011 —dos años más tarde ingresaría también al Salón de la Fama de Nevada.
Hoy, la casa donde Julio César Chávez pudo haber muerto hace casi 20 años se ha convertido en un sitio destinado a generar armonía y tranquilidad; a brindarle esperanza a quien se ha vuelto presa de ese enemigo común, que son las adicciones. Además de llevar cuatro años librando la pelea más difícil de su vida, el ex campeón ha inaugurado, junto con su amigo Jorge Alberto Peña —quien también vive un proceso de rehabilitación—, la segunda sucursal de Baja del Sol, un centro de tratamiento contra las adicciones, cuya primera sucursal abrió en Tijuana. La segunda, como se mencionó antes, se encuentra en Culiacán, justo donde fue su casa y donde llegó a vivir los mejores y los peores momentos de su vida.
“Tuve todo lo que un ser humano quisiera tener y no me llenó —reconoce—. Ahora lo que me llena es que mis hijos estén bien. Tener salud, a pesar de todas las tonterías que llegué a hacer, y poder llevar una vida tranquila, contando todavía con el cariño de la gente. Ahora te puedo decir que me llena ayudar a quienes lo necesitan, porque sé lo que se siente. Para mí es una satisfacción muy grande ver cómo llegan las familias destrozadas, igual que como llegué yo, para luego verlas salir como si hubieran vuelto a nacer”.