El precio de la inmortalidad: entrevista con el escritor Frédéric Beigbeder
Frédéric Beigbeder es el enfant terrible francés. Su miedo a morir lo motivó a escribir 'Una vida sin fin', novela que adquiere una nueva dimensión al publicarse en este momento.
Frédéric Beigbeder es un miedoso contradictorio. Teme a la muerte desde hace tiempo. Tanto que acaba de publicar una novela sobre este tema, Una vida sin fin. Su protagonista piensa que colgar los tenis “antes de los 120 años es una muerte prematura”, por eso va en búsqueda de los científicos, genetistas y biólogos más renombrados del mundo, con la esperanza de mostrarle el dedo medio a la muerte. Pero el escritor francés, a diferencia del personaje de su libro, se niega a renunciar a esos placeres que acortan la existencia.
“Sí, sigo pensando que la vida sin queso ni vino sería un tremendo error”, dice al teléfono y suelta una carcajada. “Es una contradicción y estoy lleno de ellas. Temo morir y, sin embargo, sé que una vida sin fin es imposible de vivir”.
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Llegar a esta conclusión le costó 352 páginas de una obra que es difícil de clasificar, porque está en el punto medio entre dos géneros opuestos. “Esta tensión en la literatura, entre ficción y no ficción, es obsoleta. Si ves las noticias, serán más locas que cualquier libro que hayas leído: la realidad ya nos superó, ¿para qué molestarse en inventar historias, cuando la realidad es más loca y rica de lo que pudiste imaginar?”, reflexiona desde su casa en Guéthary, un pueblo en la costa vascofrancesa, ubicado a 784 kilómetros al sur de París.
La idea de escribir Una vida sin fin surgió cuando una de sus hijas le preguntó si algún día se iba a morir y él, con la torpeza de un padre amoroso en aprietos, dijo que jamás. Se volcó en el teclado para contar la historia de un padre y conductor de televisión —la versión exagerada de sí mismo— que acompañado por su hija viaja a varias capitales científicas para entrevistar a las eminencias en el terreno de la longevidad; algo que, de hecho, él hizo en la vida real para este libro. “Quería analizar mis problemas como hago en todas mis novelas”, explica el también expublicista, director de cine, locutor de radio, DJ, columnista de Icon, la revista masculina del diario El País, y exeditor de la revista erótica Loi.
No sé por qué a mí y a todos nos da tanto miedo morir, debería ser normal, como para cualquiera que vive cerca de un volcán
Frédéric Beigbeder
Los pasajes del libro en los que su protagonista, con quien comparte nombre y apellido, entrevista a científicos que parecen salidos de filmes de ciencia ficción son transcripciones con veracidad académica. Él y su alter ego aprendieron sobre células madre y medicina regenerativa, y descubrieron la existencia de la rata topo desnuda, un roedor africano que encierra el secreto de la longevidad porque es resistente al cáncer y vive hasta tres décadas, diez veces más que cualquiera de su género.
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Todo este viaje literal y literario, tan neurótico como existencial, fue para entender la razón por la que los dioses griegos envidiaban a los mortales. “No sé por qué a mí y a todos nos da tanto miedo morir, debería ser normal, como para cualquiera que vive cerca de un volcán”, dice Beigbeder, quien en su novela cita, en un listado de “razones para vivir”, admirar la belleza del Popocatépetl. “Esta utopía de la inmortalidad impide que sigamos viviendo. Frédéric descubre que con la tecnología y la ciencia podría vivir más, pero ya no sería humano. Él no tendría la vida de alguien que pertenece a nuestra especie, sería otra criatura”.
La vida —como a todos ahora— le ha jugado una mala broma: jamás imaginó que la publicación de Una vida sin fin coincidiría con una pandemia. “Es absurdo, pero me siento menos solitario y ridículo porque ahora todos temen a la muerte. Son como yo”. Sin embargo, le resulta muy extraño que casi la mitad de la población mundial renunciara tan rápido a la libertad. “No estoy seguro de que esto hubiera sido posible hace un siglo. Es increíble que todos, de manera tan obediente, se queden en casa porque tienen miedo. Esto significa que los humanos hemos cambiado: estamos demasiado apegados a nuestro confort y salud, y renunciamos a la libertad. Creo que tal vez esto no hubiera sido posible antes del internet, no imagino a mis abuelos aceptando esto”.
La revolución digital ha traído otra cosa: la mutación del egocentrismo en ideología planetaria
Extracto de 'Una vida sin fin'
Las enfermedades y el miedo a morir —que se traduce en forma de vida y consumo, algo que los banqueros y sus tarjetas de crédito saben bien— definen a cada generación. El sistema genera deseos de productos que después prohíbe, explica Beigbeder: para sus abuelos y padres fue el cigarro; para él y sus contemporáneos, el azúcar y la sal, y cree que la pandemia apunta a que sigan las carnes. “Tenemos la prueba de que la economía global puede detenerse porque alguien en China se comió un murciélago. El siguiente paso es prohibir que se coman animales. Nuestros nietos estarán horrorizados de ver lo que le hicimos a las vacas, los cerdos y las gallinas”.
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El enfant terrible
Frédéric es un parisino que creció con cucharitas de plata y estudió Ciencias políticas. Es también la oveja negra de la familia si se le compara con su hermano magnate Charles, quien recibió de manos del expresidente Nicolas Sarkozy la insignia de caballero de la Legión de Honor por su carrera como empresario. Fue publicista antes que escritor, más bien un escritor atrapado en el lucrativo pero tortuoso oficio de los eslóganes. Por eso mordió la mano que le daba de comer al publicar 13.99 euros (2000), una sátira de la publicidad en la que asegura que a este negocio no le interesa la gente feliz, porque esta no consume.
Si con su novela debut, El amor dura tres años (1997), lidió con las esquirlas de hacer públicos los detalles de su divorcio, el precio de 13.99 euros fue el despido de la renombrada agencia Young & Rubicam, en donde era creativo. “El presidente me dijo que tenía diez minutos para recoger mis cosas e irme. Pensé que sería más inteligente. Imaginé que diría: ‘Mmm, Frédéric escribió un librito, qué chistosito, jajaja. Está bien, no hay problema’. Eso habría matado mi libro”. En cambio, su descaro y liquidación fueron una bomba publicitaria que lo convirtió en un best seller y le dio el mote de enfant terrible. Años después hasta su exjefe lo reconoció. “Cuando nos volvimos a ver le agradecí por despedirme, y él me dijo: ‘Sí, ya sé que fui un gran publicista para tu libro’”.
En sus primeros años como escritor, dice haber sentido enojo y sed de venganza. “Antes usaba la rabia como energía para escribir. Y lo que me pasaba es que nunca escribía cuando estaba feliz”. Su vida fue una sucesión de apariciones en programas de televisión, de invitaciones a las primeras filas de la Semana de la Moda de París y fiestas de la jet set parisina en las que a veces hacía de DJ.
En donde estaban las cámaras y las chicas guapas, él también. Se movía con la misma soltura en la superficialidad de la farándula como en la profundidad de las letras, al grado que se hizo mejor amigo de Michel Houellebecq —el otro enfant terrible—, un escritor con fama de misántropo y su polo opuesto. “Nuestra amistad es un misterio. Hace muchos años empezamos a platicar y hasta hoy nos seguimos escribiendo casi a diario. Creo que le fascinó que yo fuera muy sociable y extrovertido. En serio, no sé por qué nos hicimos amigos, pero es como un hermano mayor para mí”, dice Beigbeder, quien incluso fue padrino en la boda de Houellebecq.
Sabe que se labró a pulso su fama de animal nocturno, y no le incomoda. “La explicación es que me han tomado muchas fotos de noche, haciendo cosas estúpidas, y ninguna en mi casa escribiendo y cuidando a mis hijas. Pero creo que es cool tener un personaje-disfraz y lo uso en mis libros”.
Sus alter ego han sido los vehículos para explorar a fondo universos tildados de frívolos: 13.99 euros es una estampa de cómo los deseos que genera la publicidad nos tienen sumidos en una búsqueda esquizofrénica que provoca una insatisfacción masiva; en Socorro, perdón expuso cómo la industria de la moda le ha jodido la vida a millones de chicas, sobre todo, al imponer un canon de belleza tan abyecto que tacha de fashismo (fusión de fashion y fascismo). “Escribo sobre estos mundos porque hay pocas nove–las sobre ellos y porque, además, son universos muy poderosos”, asegura.
En Una vida sin fin también reflexiona sobre el poder de otro medio superficial: la televisión. “Es muy poderosa y siento que no muchas novelas hablan de esta alienación que causa, de esta nueva forma de fascismo; no encuentro una palabra que sea menos violenta, pero es que es eso. Todas esas industrias nos están lavando el cerebro, somos víctimas de todos estos poderes. Así que pensé: ‘He trabajado en estos campos, conozco a esas personas y puedo describirlo todo’. Ese es mi trabajo como escritor”.
No necesito las redes sociales porque los lectores ya saben mi nombre, pero para los jóvenes autores de ahora, no sé si les sea posible no usarlas
Frédéric Beigbeder
Tampoco podía dejar de apuntar hacia las redes sociales: “La revolución digital ha traído otra cosa: la mutación del egocentrismo en ideología planetaria”, escribe Beigbeder en su más reciente novela. Esta diatriba sobre selfies y selfistas —así bautiza a los obsesionados con los autorretratos— es su grito de guerra contra la era híperdigitalizada y exhibicionista en la que viven y crecerán sus hijas.
“Es un mundo egocentrista, un mercado en el que todos los humanos tienen un precio y se están comparando con los demás por sus números de seguidores y likes. Son productos y es muy humillante y triste. Creo que está generado una soledad tremenda: es la guerra de todos contra todos”.
De hecho, se siente afortunado de haber alcanzado éxito como escritor antes de la popularización de las redes sociales. “No las necesito, porque los lectores ya saben mi nombre, pero para los jóvenes autores de ahora, no sé si les sea posible no usarlas. […] Tampoco me gusta cuando un escritor me trata de seducir desde sus redes sociales", reflexiona.
"La publicidad usa herramientas de seducción para vender lácteos, pero cuando hablas de arte es diferente: los artistas no tienen que seducir, no tienen que convencer a la gente de que son hermosos, que es lo que todos quieren hacer en las redes sociales. Mis libros favoritos son de personas que admiten que son feas, tristes y borrachas, no de alguien que me dice: ‘Por favor, compra mi libro porque soy hermoso y seductor’. Esa es la diferencia entre el arte y la publicidad”.
A sus 55 años, dista de ser ese hedonista desenfrenado que dio pie a los personajes de sus primeras novelas. Sus excesos son el vino y el queso. “Ahora, quien me conoce se decepciona. Me dicen: ‘Mmm, eres muy aburrido’”. Se carcajea muy fuerte. “Pero es la verdad: no soy ese que se sube a la mesa con una botella de vodka”.
El bufón sentimental
Frédéric siente una calma que contrasta con sus años en París. Está tranquilo desde que compró una casa frente al mar, en Guéthary, para vivir con sus hijas y su esposa, la joven modelo Lara Micheli; ella sí tiene cuenta en Instagram.
“Necesitaba tener responsabilidad en mi vida, era demasiado libre y creo que la libertad es peligrosa para algunas personas. Además, ya no entendía el modo de vida de la ciudad. ¿Por qué vivir en edificios sin vista, sin naturaleza? Irme fue una de las mejores decisiones de mi vida. Ahora todos están encerrados en París y yo tengo vista al mar”.
Sin embargo, experimentar la paz provinciana no significa que haya dejado de escribir con furia de vez en cuando. El libro que está por publicar en Francia este año, Smiley, lo escribió “con mucho enojo”. Una vez más, como hizo en Una novela francesa (2009) —no ficción inspirada tras su arresto por consumir cocaína fuera de un antro de lujo—, Beigbeder emplea un pasaje de su vida como el detonante para explorarse y entender un tema que lo obsesiona; en esta ocasión, pone la mira en el humor.
Lo que lo motivó a escribir Smiley —título que hace referencia al emoticón que ríe y llora a la vez— fue su despido en 2018 de France Inter, estación de radio en la que estaba a cargo de un monólogo cómico. Solo que un día se quedó sin palabras en plena transmisión en vivo y lo despidieron.
“Ese día no tenía nada que decir. No podía hacerlo más”. ¿Por qué? Dice que le tomó “300 páginas tratar de explicarlo” y estalla en carcajadas. “La respuesta verdadera y corta es que la comedia nos está destruyendo. Tomas un taxi y el conductor quiere hacerte reír; en un avión el piloto hace bromas; en la televisión, la radio y las redes sociales, todos están desesperados por ser graciosos. ¿Por qué todos quieren reírse todo el tiempo? No es normal. Da miedo”, dice Beigbeder, quien en la actualidad trabaja en la adaptación de Smiley al cine.
También retrata la relación con Lara, su esposa, pero lo hace apoyado en la experiencia que le dio su primera novela, El amor dura tres años. “Es un problema muy grande [escribir sobre las personas que amas]. Tienes que tener mucho cuidado. Trato de protegerlos mucho, muchísimo. Es un esfuerzo muy grande: hago que lean el manuscrito antes de que se publique porque no quiero lastimar a nadie; ya lo hice antes, pero ahora no quiero”. ¿No es esto autocensura? “No, es amor”.
Un tema que cruza de forma transversal su bibliografía es la deshumanización. “Es la clave para entender el Siglo XXI. […] Estamos entrando a una era en la que los hombres ya no aman a los hombres. Es como si los humanos ya no quisieran ser humanos, pues quieren ser algo más”.
Tras casi hora y media de charla al teléfono, llegamos a un terreno minado: le pido que defina qué tipo de hombre es y qué significa la masculinidad en estos tiempos. Por primera vez se queda callado, hay un silencio largo mientras piensa. Pasan diez segundos y nada.
Entonces le comento sobre la definición del escritor y cantante Henry Rollins, quien piensa que un hombre debe tener la sensibilidad para leer poesía, pero la valentía de moler a golpes a quien amenace físicamente a sus seres amados: “Yo diría que un hombre debe ser lo suficientemente sensible para matar a alguien que está amenazando a su esposa o hijos, pero lo suficientemente duro para leer poesía”.
Tenemos mucho que aprender, explorar y amar a esas extrañas criaturas que son las mujeres, tan diferentes a nosotros, casi como seres extraterrestres
En este punto, parece como si Beigbeder fuera a emplear su experiencia como publicista —esa capacidad de crear potentes frases cortas— y su humor para evadir este tema; pero no lo hace, mantiene el rumbo. “El problema con la masculinidad es que hemos dominado a las mujeres por miles de años y nuestra generación es la primera en la que ellas empiezan a ser iguales a nosotros en derechos y oportunidades, y tenemos mucho que aprender, explorar y amar a esas extrañas criaturas que son las mujeres, tan diferentes a nosotros, casi como seres extraterrestres”.
Otra constante en su literatura es la narración desde un punto de vista heterosexual, condición que, desde su óptica, es cada vez más compleja para relacionarse con las mujeres. “Ser heterosexual hoy es una locura, porque la normalidad es la homosexualidad: hombre con hombre, mujer con mujer, eso es lógico; lo que es una completa locura es enamorarte de alguien totalmente distinto a ti. Una relación heterosexual es ahora, tanto para el hombre como para la mujer, como enamorarse de E.T.”.
'Masculinidad tóxica' es una expresión muy humillante, nunca escucho que nadie diga ‘feminidad tóxica’, ¿por qué no, si hay chicos malos y chicas malas?
Beigbeder entra en terreno pedregoso, pero acelera y, él solo, vira hacia la estrecha y curveada ruta del feminismo, sobre todo cuando un hombre va al volante. “Lo que no me gusta es que se habla mucho de ‘masculinidad tóxica’. Es una expresión muy humillante, nunca escucho que nadie diga ‘feminidad tóxica’, ¿por qué no, si hay chicos malos y chicas malas?”, reflexiona Beigbeder y, en el fondo, se escuchan los gritos de sus hijas y la voz de su esposa diciendo algo en francés. “No debería existir este tipo de expresión, tenemos que aprender a ser masculinos y femeninos y respetarnos y amarnos. Ese es el complejo trabajo que tenemos que hacer ahora. Pero no, no somos tóxicos; somos humanos”.
Hay un breve silencio: seguramente Frédéric tapó la bocina con su mano. “Salvador, te tengo que decir que mi esposa me va a matar si no cuelgo, es que estamos con tres niñas en casa… Adieu”. Después de esta viñeta de su intimidad, cuelgo y pienso que Frédéric quizá ya logró estar a la altura de la bella extraterrestre con la que vive, y que este es justo un buen final para cuando escriba esta entrevista. Y así lo escribo.