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La promiscuidad sonora

¿Por la cuarentena has notado con mayor atención los sonidos de tus vecinos? Aquí una reflexión sobre la vida de los otros que no vemos, pero que se cuela entre las paredes.
dom 05 abril 2020 09:42 AM
Ilustración: Viridiana López

Tras más de dos semanas encerrado en mi departamento, he empezado a escuchar sonidos nuevos que en realidad no lo son tanto. Por esta cuarentena —que me obliga a pasar largos ratos en silencio, escuchando, pensando quizá demasiado— comencé a prestarle por primera vez una seria atención a los ruidos que hacen mis vecinos.

Vivo, como todos los que habitan un departamento, en una involuntaria promiscuidad sonora. Siempre lo he sabido, pero hasta ahora he tenido tiempo para pensar con curiosidad en las vidas de quienes provocan estos sonidos. En estos días de confinamiento, hasta mi oído han llegado el tarareo de una amante de baladas pop en español, los ladridos de un perro que me hace recordar al que ya no tengo, el golpe de monedas contra el parqué, las risas de una familia que suena amorosa...

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Son resonancias que siempre han estado aquí, filtrándose entre las paredes o colándose por las ventanas de este edificio que habito desde hace algunos años. Son los vestigios auditivos de vidas cercanas y, sin embargo, ajenas. Cuando elijo esta palabra, vestigio, me refiero a su cuarta acepción en el diccionario de la Real Academia Española, que me parece la más precisa y hasta poética cuando pienso en los sonidos de las personas que, pese a vivir a centímetros de mí, desconozco: “Indicio por donde se infiere la verdad de algo o se sigue la averiguación de ello”.

¿Cuál es la verdad de la gente que me rodea? ¿Puedo averiguar quiénes son con solo escucharlos? Creo que no, pero algo de verdad debo de inferir. Supongo, por ejemplo, por la manera desaforada en la que un vecino festeja los goles del América —un grito casi violento, como un canto de guerra—, que éste debe tener una conexión emocional, íntima, con ese equipo, un vínculo que va más allá del fútbol: lo imagino de pequeño en el Estadio Azteca, en los noventas, gritando gol junto a su padre tras una anotación de François Omam-Biyik. Pienso también que debe tener alguna herida profunda en el corazón por la forma, tan apasionada como desafinada, en la que nos tortura cantando José José en el karaoke (sobre todo si su equipo pierde). ¿Qué pensará de mí cuando canto?

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A veces escucho la voz, fuerte y decidida, de la administradora del edificio. Es una señora amable, que me ha dado desde siempre un trato muy cariñoso. Suelo escucharla platicar con los vecinos desde su ventana. Dice que hay que arreglar el maldito interphone que ya se descompuso otra vez, que pronto vendrá alguien a darle mantenimiento a los motores de los portones, que hay que cooperar para una pipa porque ya avisaron de la delegación que otra vez va a escasear el agua. Y al oírla, yo creo que detrás de todos esos pendientes de la vida práctica que enumera, existe una mujer que nos quiere a todos, que se preocupa genuinamente por nosotros. Y sonrío.

Yo trato de ser silencioso y casi siempre lo logro, por eso algunos vecinos hasta piensan que me la paso de viaje, que nunca estoy aquí. Cada noche, lo primero que hago al llegar a casa es quitarme los zapatos. Me gusta sentir el suelo y no hacer ruido mientras camino (algo que incluso consigo con mayor facilidad desde que una chica me robó mis chanclas favoritas): andar descalzo es la mínima cortesía que cualquier vecino debería tener.

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Pero mi vida también, inevitablemente, va dejando vestigios auditivos. Supongo que para mis vecinos soy una voz medianamente entonada y el rasgueo de una guitarra, que desafinan con mi semblante serio cuando los saludo al coincidir en las escaleras; debo ser también esa voz en inglés cuando hablo por teléfono con mi abuela o, unos años atrás, esa voz en portugués cuando al final de una larga relación intentaba ocultar las discusiones, inútilmente, cerrando las ventanas. Debo ser para ellos, la torpeza con la que lavo los platos, ese choque de porcelana, vidrio y metal que se fusiona con rock, pop, jazz, bossa nova y las voces de Jack Johnson, John Mayer, Sting, Paolo Nutini, David Gray, Caetano Veloso y Jorge Drexler.

Soy, en definitiva, los balazos de las películas de acción que adoro, los diálogos de los filmes románticos que veo una y otra vez; las voces de los personajes principales de las series que me obsesionan: soy la voz de Don Draper (Mad Men) cuando en mi tele vuelvo a ver, con alto volumen, el episodio The summer man y lo escucho decir con su tono cavernoso por el tabaco: “Cuando un hombre entra en una habitación, trae toda su vida consigo. Tiene un millón de razones para estar en otra parte. Tan sólo pregúntale. Si escuchas, te dirá cómo llegó ahí, cómo olvidó hacia dónde iba y que de pronto despertó. Si escuchas, te dirá de aquel tiempo en el que pensó que era un ángel, y soñó con ser perfecto. Y entonces sonreirá con sabiduría, complacido de que el mundo no sea perfecto. Somos defectuosos porque queremos mucho más. Estamos arruinados porque obtenemos estas cosas y deseamos lo que teníamos”.

Soy una fiesta ruidosa cada dos meses, plagada de periodistas, diseñadores y fotógrafos que hablan demasiado alto, se quejan y discuten, pero que cantan como hermanos al final de la noche a Oasis (nosotros, desafinados, borrachos) y a Shakira (ellas, afinadísimas, también). Soy, cuando la fortuna está de mi lado, el crujir de mi futón, seguido por el golpeteo de mi cama contra la pared cuando no existe más mundo que el cuerpo de la mujer que toco. Y a veces, en madrugadas como ésta, aunque ningún vecino me escuche, el sonido de unos dedos que teclean con felicidad.

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