Filmamos mucho en las complicadas cordilleras de Taiwán en 2014. Entre los tonos verdes de la naturaleza y los vapores del calor tuvimos muchas pláticas, pero una de las más importantes que recuerdo fue en un hotel. Martin Scorsese me invitó a su suite, le llevé un whisky taiwanés que estaba de moda y nos servimos apenas una copa para brindar.
Al primer sorbo me expresó su agradecimiento: me había aventado a producir su película Silence en un momento en el que nadie lo apoyaba, cuando ya varios productores habían tirado la toalla. Se trataba de un proyecto muy personal, pero muy complicado y para un público de nicho, lo que asustaba a los productores. Por fortuna, pude ser el mexicano que dio un salto de fe con él.
Esa noche, en el hotel de Taiwán, supe que el cine era mucho más que un trabajo para Martin y lo comprobé en nuestro último intercambio de ideas, antes de que terminara 2019, cuando me dijo: “Todavía me atrae lo mismo que al principio: el cine en sí, la emoción de poner dos imágenes juntas en la sala de edición, la aventura de encontrar la película con los actores y el equipo. Y, sobre todo, tener la oportunidad de contar una historia extraordinaria que pueda disfrutarse en la majestuosidad de una sala de cine”.