Ahí donde la razón falla, la risa se abre camino para cumplir el cometido de ésta: la empatía entre humanos. Jojo Rabbit es el ejemplo de esta idea. Es una película muy arriesgada, si se toma en cuenta que el director y guionista neozelandés Taika Waititi eligió el punto de vista de un niño para explorar el radicalismo nazi, en Alemania, durante la Segunda Guerra Mundial. La apuesta de este filme, nominado a seis Óscares, es mayor si se considera que se empleó la comedia como género para abordar esta sensible temática: leer un guión en el que el protagonista, Jojo, interpretado por Roman Griffin Davis, tiene como amigo imaginario a Adolf (un tipo idéntico a Hitler), debe haber causado preocupación a decenas de productores por el desempeño en taquilla de esta película, en una época en la que la corrección política lo es todo.
Jojo Rabbit, con una estética muy parecida a Moonrise Kingdom, de Wes Anderson, tiende hacia lo políticamente incorrecto, pero atraviesa este abismo con la elegancia y gracia de un equilibrista. Justo ahí radica la clave de su éxito: llevar un tema sensible, espinoso, al límite, sin desbordarlo. Se necesitaba un tono de comedia muy fino para que el humor, siempre al filo, fuera efectivo. Y no sólo eso, en esta película se logra que el género, la comedia, sea el vehículo hacia el argumento moral de la historia: reconocer la otredad. En ese sentido, Taika ha demostrado –—como Jordan Peele, a través del thriller, con Get out y Us–— que tiene la sensibilidad e inteligencia para explorar los problemas de nuestra época y representarlos a través de metáforas potentes.