'Joker', una crítica (y oda) a los sistemas corrompidos y sus monstruos
“¿Soy solo yo? ¿O se está poniendo cada vez más loco allá afuera?”. Ésta es la primera oración de Arthur Fleck en Joker, encarnado por Joaquín Phoenix (magistralmente: lo escribo en paréntesis porque en este punto, de la conversación cinéfila y cultura-pop, alabarlo es ya un recurso fácil, un lugar común). Cuando Arthur, con el cigarro entre los dedos, dice “allá afuera” se refiere a Ciudad Gótica, que está infestada de ratas gigantes —clara metáfora—, que el gobierno y la sociedad no saben cómo erradicar. Si la película de Todd Phillips ha sido alabada casi de forma unánime por la crítica y ganó el León de Oro en el Festival de Venecia es porque “allá afuera” es en realidad una alusión camuflada a Estados Unidos, o a cualquier otro país o ciudad cuyo sistema político que, dominado por grandes corporaciones —en este caso Wayne Enterprises, el emporio del padre de Bruce Wayne (Batman)—, han dejado en el olvido a la gente trabajadora y, por recortes presupuestales, desamparados sin medicamentos a los enfermedades mentales.
Joker es el tratado psicológico de un antihéroe, es adentrarse en el vientre de la bestia para intentar entender. En ella no hay violencia o persecuciones forzadas, pirotecnia cinematográfica, para llenar espacio o tiempo en pantalla de manera efectista; hasta sus silencios y pausas comunican. A diferencia de la estructura de la mayoría de películas del género de superhéroes, lo que atrapa de este filme alterno al universo de Batman no es si el personaje principal cumplirá su objetivo —convertirse en un comediante y aparecer en el talk show del conductor que idolatra, encarnado por Robert DeNiro—, sino la empatía emocional que genera con el espectador en ese proceso de autodescubrimiento y, sobre todo, la profundidad del discurso moral del guión de Phillips y Scott Silver, pues el subtexto es una crítica sobre cómo los sistemas, corrompidos, crean a sus propios monstruos.
Joker es también un tributo de Todd Phillips a Martin Scorsese, pues es una fusión de Taxi Driver y The King of Comedy. Si en algún momento generó dudas que el director de las comedias juveniles Rod trip y Old school y el blockbuster The Hangover estuviera al frente de esta película, con ésta demostró que es un cineasta sólido, capaz de dominar un amplio rango de géneros, y lograr retratos psicológicos oscuros; en este sentido, ya había dado un guiño de brillantez con War Dogs, esa sátira a la industria armamentistas estadunidense. Pero Joker es la confirmación, pues ha portado con maestría la difícil estafeta que heredó de Christopher Nolan (The Dark Night).
Se dice que el cine es el medio del director, pero la actuación de Joaquin Phoenix es tal que Joker es tan de Phillips como de Phoenix. El mismo director reconoció que su acercamiento a esta historia fue “cómo lograr que el universo de DC Comics embonara en Joaquin”, y no al revés. La película y su personaje —en este caso esto podría ser un pleonasmo— son la plataforma para que Phoenix derroche todo su talento, que ha sido tres veces no premiado por la Academia, cuando fue nominado por The Master, Walk the line y Gladiator. Pese a que Arthur es un adulto socialmente inadaptado por sus trastornos mentales, que incluyen su incontrolable risa patológica, Phoenix lo dota de una ternura que estimula al espectador como si fuera una droga: uno solo quiere ver otra y otra escena de este hombre que ama a su madre y que quedó lacerado por un padre ausente.
El logro de Phoenix va más allá de la naturalidad y veracidad con la que entrega sus líneas de diálogo: ya verán que, al principio, la escena de Arthur en el programa de Murray Franklin (Robert DeNiro), desarma por completo; sin embargo, en su transformación física está la clave y por eso resulta magnético. No me refiero aquí a los varios kilos que perdió —ese recurso ya desgastado para que la Academia te nomine—, sino a los detalles que cuida como actor. A la forma en que camina con ese ritmo ligeramente cojo para proyectar sus carencias emocionales. A la manera en la que se contorsiona, al grado que parece que los huesos —clavícula, escápula y costillas—, luchan por salir de su cuerpo como si estuviera a punto de convertirse en un monstruo con espinas óseas. Y, claro, a su capacidad para lograr, en un solo segundo, las transiciones de risa incontrolable a seriedad sepulcral. Phillips supo retratarlo a la perfección, incluso de una forma poética: pongan especial atención en cómo la cámara parece bailar con Arthur cuando éste, frente al espejo, encarna la esencia de Joker tras haber cometido su primer crimen.
La crítica, aunque mínima y sin spoilers, es que Phillips, para generar giros inesperados en la trama, recurrió a recursos muchas veces empleados cuando se hacen retratos de personajes con trastornos mentales.
Como espectador, Joker es una travesía de muchas emociones. Empatía. Enojo. Fascinación. Miedo. Compasión. Furia. Pero en el fondo, si se es sincero, el denominador común a lo largo de la película es una alegría (culposa; que ponga este adjetivo en paréntesis quizá revela un poco de pudor). Se siente esto porque Arthur, aunque trastornado psicológicamente, explica de manera brutal y congruente la realidad de nuestras sociedades y gobiernos regidos por la avaricia y el poder. Sí, los personajes son de un cómic, pero Joker funciona porque son humanos, tridimensionales, y la temática de la historia es muy real y contemporánea, al grado que resulta un espejo en el que costará verse reflejado, sobre todo al pueblo estadounidense, en donde trastornados mentales y supremacistas tienen acceso a armas y generan terror al protagonizar mass shotings, el lastre moral y jurídico de esa sociedad.
Sin embargo, éste es el trabajo de cualquier obra de arte sincera, y Joker lo ha logrado porque al final de la película, antes de salir de la sala de cine, es posible que te preguntes lo mismo que Arthur: “¿Soy solo yo? ¿O se está poniendo cada vez más loco allá afuera?”.