La vida oscura de George Michael que no todos conocían
Parecía que era uno de los cantantes que más derrochaban sensualidad desde las pantallas de MTV: un hombre barbado, cabellos estilizados, chaqueta de cuero y unos jeans embarrados que explotaba una virilidad que se antojaba naïf en los años 80 y 90. La imagen de George Michael era el póster favorito en las habitaciones y fantasías húmedas de adolescentes, sin importar sexo, credo o preferencia musical. Pero detrás de aquella imagen de cantante pop semental, se refugiaba un ser endeble, quebradizo, melancólico en extremo, adicto a todo tipo de placeres, drogas y excesos. Georgios Kiriacos Panayiotou, más conocido como George Michael, murió el domingo 25 en su Londres natal, a los 53 años.
El dictamen preliminar apunta que su corazón dejó de palpitar, un infarto fulminante terminó con su bailar de aquí para allá, con una idea musical repleta de éxitos pero también de adicciones, simplemente, el pasado año ingresó a una clínica suiza para desintoxicarse. El hombre que, como él mismo reconoció, llegó a fumar hasta 25 cigarros de marihuana al día, sabía que aquellas visitas al abismo terminarían por colocarlo en la suite presidencial de su averno particular.
Dicen que si un artista no ido al infierno, no ha vivido. Sino pregúntenle a Dave Gahan, Nikki Sixx o Dave Mustaine, entre otros tantos adictos al Speedball y otras golosinas psicotrópicas que han tenido membresía VIP, pero nuestro George se aprendió el camino de ida sin retorno y optó por unas vacaciones permanentes. Hijo de un grecochipriota y una británica, siempre fue el vástago sin amor, se quejaba. Desde joven, supo que la música era la válvula de escape para una vida que lo sobajaba, despreciaba e ignoraba, y así, en la música callejera, en el ska, en pinchar discos como DJ, encontró que el elogio de una audiencia mitigaba las penas.
Pero George no sabía que junto a su compañero de pupitre, Andrew Ridgely, encontraría un grifo abierto de fama, celebridad y, a larga, decadencia: Wham!, salido del aquél Wham!, el mismo cuadro de Roy Lichtenstein, el genio del pop art. George y Andrew se pavoneaban al ritmo de “Wake Me Up Before You Go-Go”, “Everything She Wants”, “Freedom” y “Last Chistmas”, y el Rey Midas de cantantes pop, Simon Napier-Bell, sabía que en George Michael había encontrado oro puro. Para 1987, George Michael ya era el nombre del cantante pop británico por excelencia.
Del disco Faith sonaba “I Want Your Sex”, una declaración abierta y sin tapujos a tener sexo, sexo y más sexo, sin condones físicos y mentales de por medio, George había dado rienda suelta a su bestezuela sexual: aficionado al sexo anónimo y hacerlo donde sea y con quien sea, él mismo lo aceptaba y hasta fanfarroneaba, y en 1998 George Michael reconoció públicamente su homosexualidad, luego de ser detenido en California por intentar seducir en unos baños públicos a un policía.
George Michael se convirtió en una especie de kamikaze: entre demandas con su disquera Sony, la falta de giras, los escándalos sexuales e incluso la parodia a la Policía de Los Ángeles en el vídeo de “Outside” –donde aparecían dos hombres besándose con uniforme de policía– y la animación de “Shoot The Dog”, lanzada previo a la guerra de Irak, donde se mofaba de George W. Bush y Tony Blair, el cantante se hundía en el fango de su propia existencia. Older (1996) fue un disco escasamente reconocido, pero dictado por el duelo de su pareja. Luego vino Songs From the Last Century (1999), un disco sin pena ni gloria; Patience (2002), una desesperación por encajar en nuevos mercados y Symphonica (2014), el recurso más sencillo de hacer covers y versiones propias acompañado de orquesta.
¿Cómo bailarán los muertos esas canciones pop que cantaba nuestro George Michael? Quizá, al momento de desvanecer, lo último que escuchó fue una canción de sus entrañables Elton John o Freddie Mercury, como una canción de cuna para el sueño eterno. Basta con cerrar los ojos para recordarlo, porque como diría el poeta Oliverio Girondo, “basta que alguien te piense para ser un recuerdo”.