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Jennifer Lawrence será la amante de Fidel Castro

Lee un adelanto de Yo fui la espía que amó al Comandante, el libro que inspirará la nueva película de J-Law
mié 20 enero 2016 08:31 AM
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Cortesía Dior - (Foto: Cortesía Dior)

Fragmento del libro Yo fui la espía que amó al Comandante (Ariel, 2015), reproducido con autorización de Editorial Planeta Mexicana.

Los primeros días de vuelta en Nueva York tras lo vivido y sufrido en Cuba fueron horribles para mí. Lo había perdido todo, ya no tenía a Fidel y pensaba que mi hijo estaba muerto, aunque aquella angustiosa duda sobre qué había sucedido realmente era también lo único que me permitía albergar un resquicio de esperanza, por mínima que ésta fuera.

Estaba cansada y confundida, y la mayoría del tiempo, como me ocurría en Bergen-Belsen, para lo único que tenía fuerzas era para llorar. No confiaba en nadie y no veía salida; unos decían que mi bebé estaba vivo, otros aseguraban que estaba muerto, otros sugerían que Fidel lo mató, y yo sólo quería silencio. Por eso era la única que no hablaba y no decía nada.

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Mi querido hermano Joe, que había estado trabajando en las Naciones Unidas y aspiraba a sacarse un doctorado en relaciones internacionales, se había marchado con una beca Fullbright a Argentina. Philip, que se había estado formando en Nueva York bajo la tutoría del reputado maestro chileno Claudio Arrau, ya empezaba a ser para entonces un reconocido concertista de piano y se encontraba frecuentemente de gira; Valerie, que cuando tenía sólo 16 años había preferido irse a vivir con unos parientes a seguir con la familia, se había casado con Robert C. Paul, un distribuidor de la cerveza Budweiser, y se había mudado a Harrisburg, en Pensilvania. Sólo tenía a mamá, que para estar conmigo había regresado de una misión que había estado cumpliendo para el ejército en Heidelberg. Sin embargo, ella y yo discutíamos todo el tiempo. Pese a la adoración que sentíamos la una por la otra, de aquellos primeros días tras mi regreso, mis recuerdos con ella son únicamente discusiones constantes.

Odio, miedo y soledad

Por nuestro apartamento pasaron agentes del FBI que se turnaban para vigilarme e interrogarme sobre el tiempo que había pasado en Cuba, y tenía la sensación de que me miraban con desprecio, como preguntándome sin palabras cómo pude tener una relación íntima con “ese comunista”. Su menosprecio dolía, pero era mucho peor para mí sentir que mamá, en cierta forma, pensaba como ellos o, lo que es peor, era como ellos. Revivían en mí las mismas sensaciones de terror y soledad que había padecido de niña en el hospital de Drangstedt, y lo único que quería era dormir, no pensar y no sentir. Escapar. Además, me estaba volviendo loca con los fármacos que me daban, una combinación de drogas que me ponían eufórica y de drogas que me hundían, instalándome en una montaña rusa de emociones que impedía cualquier equilibrio mental. Después de pasar el día durmiendo, me despertaba por las noches descolocada y con la sensación de estar perdiendo miserablemente el tiempo y mi vida, y alcancé el punto de odiar a todo el mundo. Me veía en una situación en que estaba absolutamente rota por dentro y a la vez llena de odio, y quería volver a Cuba y acabar con quien hubiera matado a mi niño o quien me lo hubiese arrebatado.

Pasaron por casa varios agentes, pero los asignados a mi caso fueron los agentes especiales del FBI Frank Lundquist y Frank O’Brien, dos hombres cuya presencia casi constante en el apartamento hizo que llegaran a parecer casi como parte del mobiliario. Su aspecto los delataba sin posibilidad de duda como integrantes de la oficina de Edgard Hoover, siempre con sus trajes y sus corbatas y con el pelo perfectamente arreglado. Con su extrema corrección y educación, poco a poco fueron creando conmigo una relación personal y casi paternal, fueron ganándose mi confianza y empezaron a llevarme a su oficina del FBI, la sede central de la agencia federal en Nueva York, en el 221 de la calle 69 este. Yo me estaba convirtiendo en una especie de pequeño robot e intentaba ser buena y obediente, pero tras la máscara de ese trato amable de Frank & Frank, como siempre los llamaba, podía identificar claramente otra intención.

Desde el principio supe que pretendían educarme en su forma de pensar, hacerme un lavado de cerebro y aprovechar mi debilidad emocional en esos días. Empezaron a machacarme incesantemente con discursos sobre los demonios del comunismo y sobre lo importante que era deshacerse de ese sistema para salvar a los estadounidenses. No dejaban de hablarme mal de Fidel y llegaron a decirme sin tapujos que teníamos que hacer algo para que el mundo tuviera una imagen horrible de él. No tenían reparos tampoco en lanzar esos días directamente a la yugular de mis emociones sus intentos de convertirme a la causa contra “el fantasma rojo” que se había convertido en la mayor pesadilla de Estados Unidos y volverme totalmente en contra de Fidel. Me sometieron a tremen- das presiones psicológicas con fotos del supuesto bebé abortado y presuntos documentos médicos que aseguraban que la operación me había dejado estéril. Ellos eran también quienes me daban pastillas que supuestamente eran vitaminas, pero estoy convencida, aunque no pueda probarlo, de que eran algo más.

Mamá, que en esa época iba mucho a la oficina del FBI en la calle 69, me presentó también en aquellos días tras mi retorno a Alex Rorke, un hombre que había sido jesuita y provenía de una muy buena familia que tenía relación cercana con los Kennedy. Hijo de un fiscal del distrito de Manhattan y alumno de la Escuela de Servicio Exterior de la Universidad de Georgetown, Rorke había servido en la Segunda Guerra Mundial como especialista de espionaje militar para el ejército estadounidense en Alemania, donde debieron conocerse él, que era también freelance para prensa y siempre iba armado con su cámara de fotos, y mamá, que había trabajado en Stars and Stripes, una publicación militar. Colaborador del FBI y de la CIA, atractivo, elegante, como recién salido de uno de los despachos de Madison Avenue, Alex se convirtió en una especie de hermano mayor para mí y pasamos mucho tiempo juntos, manteniendo largas conversaciones y visitando las iglesias que él frecuentaba, incluida la catedral de San Patricio.

En casa de mamá habían sido cuáqueros y en la de papá, protestantes, pero yo no había sido educada en ninguna religión y Alex tenía el terreno espiritual virgen en mí para enseñarme los rituales y las oraciones católicas e intentar convertirme.

Rorke y el FBI me fueron obligando a implicarme en distintos grupos que esos días representaban en Estados Unidos los dos lados de la lucha: a favor y en contra de Fidel y de la Revolución. A través de ellos empecé a conocer a personajes cubanos que serían clave en las actividades clandestinas organizadas en el exilio contra Fidel, como Manuel Artime, que había fundado el Movimiento de Recuperación Revolucionario y acababa de escapar de Cuba. Conocí también a Rolando Masferrer, El Tigre, un hombre alto y fornido, muy macho y muy cubano, que se había ganado el apodo durante la dictadura de Batista por su papel al frente del salvaje ejército privado que aterrorizaba con brutalidad a los civiles que se oponían al régimen. Masferrer era una figura tan conflictiva que hasta el embajador Philip Bonsal lo había colocado como primero en una lista de peligros en una advertencia a la administración de Eisenhower de las reacciones negativas que conllevaría estar dando asilo en Estados Unidos a cerca de 300 batistianos que Cuba definía como “criminales de guerra”.

Coincidí con Artime, Masferrer y otros de su calaña en reuniones —a las que me llevaba Rorke— de grupos como la Brigada Internacional Anticomunista, donde me usaban como arma de propaganda relatando una versión interesada de mi caso para retratar a Fidel como un monstruo y así ayudar en la recaudación de fondos para financiar sus actividades. Para esas citas alquilaban locales, como auditorios de escuelas, en los que se hacían proyecciones, se ponía música y se daban discursos, intervenciones en las que Artime, ya de por sí estruendoso, se volvía como loco y rozaba el histerismo cuando empezaba proferir gritos e insultos contra Fidel. Recuerdo perfectamente cómo su rostro se desencajaba mientras clamaba enfurecido al hablar de Fidel: “¡Comunista!, ¡comunista!”. Se mostraba como un lunático irracional, aunque, al parecer, eso era lo que encantaba a los anticastristas y animaba las donaciones.

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Bienvenida a bordo

En esas reuniones conocí a Frank Nelson, un oscuro personaje vinculado a la mafia de Ohio, cuya casa, en el 240 de Central Park South, un lujoso apartamento lleno de luces rojas como de burdel chino, era otro de los puntos de encuentro donde se planificaban actividades contra Castro. Nelson era también el encargado de las finanzas de Frank Fiorini, al que me reencontré en ese apartamento por primera vez tras salir de Cuba. El día en que volví a ver a Frank me recibió con un “enhorabuena, bienvenida a bordo”, me dijo que sentía lo que me había pasado y me prometió que me compensarían. Y entonces empezó a hablar entusiasta de los planes para derrocar a Fidel, proclamando orgulloso que tenían “un ejército” para llevarlos a cabo.

En paralelo a reuniones con los anticastristas, en esos días yo estaba asistiendo también a encuentros del Movimiento 26 de Julio en Nueva York, donde obtuve mi carnet y llegué a ser nombrada “secretaria de propaganda en el ramal H”. Acudí aproximadamente a 20 de esos encuentros de procastristas y prorrevolucionarios, que se celebraban en locales como el hotel Belvedere, en la calle 48, o en el club Casa Cuba, en Columbus Avenue, y también en La Barraca, un restaurante en el Midtown de Manhattan que adoraba. Allí se compartían y comentaban las últimas noticias sobre lo que estaba pasando en la Isla y en el exilio, y también en la política estadounidense, latinoamericana y mundial.

Allí se organizaban, además, campañas de información y propaganda, que se financiaban con las aportaciones de los miembros, que con nuestros 75 centavos de dólar por semana se suponía que ayudábamos también a recaudar fondos para que Fidel pudiera comprar material militar. Eran reuniones con música y comida fabulosas, y con gente que me gustaba, como Olga Blanca, a la que había conocido en uno de los cruceros, en el Berlín, en el que nos retratamos juntas con mi madre y mi papá en el camarote del capitán. Personalmente, en aquellos encuentros con cubanos que defendían la Revolución y a Fidel me sentía mucho más feliz que cuando estaba con figuras como Fiorini, Nelson, Artime o Masferrer, pero mi asistencia era también cuestión de trabajo, y a La Barraca, por ejemplo, fui el 19 de diciembre de 1959 con Yáñez Pelletier en un viaje que él hizo a Nueva York, un encuentro del que, como de todo lo que pasaba en ese grupo, di rendida cuenta a los agentes del FBI, a los que también informé cuando no mucho después Yáñez me llamó y me dijo que pensaba desertar.

Aquellos no fueron días fáciles y tuve que acabar alejándome de unos y otros. En aquellos días nadie se fiaba de nadie y todo el mundo sospechaba de todo el mundo y yo no era una excepción. Me dolió, porque estar con los cubanos era una forma de seguir en contacto con Cuba, una manera de pensar que no tenía la puerta cerrada a volver, y me había jurado que volvería. Olga Blanca, una de las mujeres que frecuentaba en esas reuniones y con la que alguna vez me encontré y hasta me fotografié en el camarote de papá cuando él atracó con el Berlín en Nueva York, me animaba a regresar diciéndome cosas como “el rey te está esperando”. Yo sabía, no obstante, que ése no era el momento. Si lo intentaba, estaba convencida de que los estadounidenses me encerrarían a mí o castigarían a mi madre.

Fue también a finales de 1959, mientras seguía viviendo en el apartamento de mis padres, cuando recibí un telegrama de Cuba diciendo que llamara a un número en la Isla. No sabía quién estaba tras la petición ni de qué podía tratar la conversación, pero seguía atormentada por la pérdida de mi hijo y necesitaba hablar con alguien, con quien fuera, con cualquiera que pudiese tener alguna respuesta. Convencida de que el teléfono de casa estaba intervenido, y aprovechando que los agentes que me vigilaban habían salido, me marché de la casa para llamar desde una cabina en la vecina avenida Riverside Drive. Cuando estaba ya en el teléfono, un par de disparos rompieron los cristales. Aterrorizada y con algunos cortes por los vidrios rotos, volví como pude hacia casa y los agentes, que habían regresado, vinieron corriendo hacia mí e inmediatamente empezaron a decir que los responsables habían sido los hombres de Fidel. Nunca he tenido claro que así fuera, pero, como en tantas instancias en esos días, tampoco puedo probar lo contrario ni señalar responsables con certeza. ¿Habían sido de verdad los cubanos? ¿Por qué? ¿Era otra de las estratagemas del FBI para volverme en contra de Fidel? Sobraban interrogantes y faltaban respuestas, y lo único que tenía seguro es que había empezado a estar en el centro de alguna diana.

Era obviamente incómoda para alguien, y en esos días de desgarro emocional era también manipulable, pero, sobre todo, para un bando era muy útil y cobraba peso mi valor como un activo en la incipiente cantidad de planes que pretendían acabar con Fidel, tras los que estaban los exiliados anticastristas, los mafiosos que habían visto cerrarse el grifo de sus lucrativos negocios en La Habana y el mismísimo gobierno de Estados Unidos, a veces por separado y a veces juntos. Poca gente había en sus radares con un acceso tan personal a Fidel como el que yo tenía, y llegar hasta él era parte fundamental en más de una de esas oscuras tramas.

Lo único que quedaba era constatar que, pese a mi dramática salida de la Isla, seguía teniendo acceso ilimitado, así que Frank decidió enviarme en diciembre de 1959 a Cuba para comprobar que podía seguir moviéndome con libertad entre el círculo más íntimo de Fidel y llegar hasta él. Organizó una incursión muy breve, una misión sólo de comprobación, y volé de ida y vuelta en el mismo día, sin tiempo ni fuerzas para pensar o sentir. Lo único que saqué de aquel viaje fue la confirmación de que mi llave del Habana Libre seguía abriendo la puerta de la habitación 2408. También me llevé de vuelta a Estados Unidos cartas de admiradoras y algunos documentos y mapas, papeles cuyo valor imagino que era mínimo, pero que demostraban que había estado en la suite de Fidel.

El viaje se organizó rápido y tenía que producirse en diciembre porque pronto iba a empezar una campaña de manipulación de lo que me había ocurrido en Cuba que sabían que no iba a sentar nada bien a mi amante en La Habana. En primer lugar, el 1 de enero de 1960 mis padres escribieron una carta pública dirigida a Fidel en la que le pedían que, si tenía “cualquier sentido de justicia, honor o carácter moral”, me recompensara por la pérdida de mi “honor y nombre” y asumiera los costos de mis tratamientos médicos y psicológicos tras la operación en la que perdí a mi hijo, pues desde que volví de Cuba había tenido que pasar varias veces por el hospital Roosevelt en Nueva York porque tenía frecuentes hemorragias. Para rematar la misiva, decidieron hacer su propia versión de una de las emblemáticas frases de Fidel y escribieron “Que la historia le absuelva... si puede”, y enviaron copias desde presidentes, embajadores y dignatarios de Estados Unidos, Alemania y Cuba hasta a varios medios de comunicación, senadores, el FBI y el propio Papa. Yo me puse furiosa cuando la descubrí, pero debería haber racionado la rabia: la dichosa carta era sólo un aperitivo de lo que estaba por llegar.

Poco después, mi querido Alex Rorke iba a ser el cerebro tras otro de los capítulos de la campaña de difamación pergeñada por las autoridades estadounidenses contra Fidel usándome como marioneta, un títere roto física y emocionalmente que no les resultaba difícil manejar a su antojo. Fue Alex quien ideó un artículo que apareció en Confidential, un tabloide trimestral especializado en escándalos de celebridades y políticos que había desvelado, por ejemplo, que Bing Crosby maltrataba a su esposa o que el actor Rock Hudson y el músico Liberace eran homosexuales.

Según lo describió Newsweek en una ocasión, Confidential ofrecía “pecado y sexo con un condimento de política de derechas”; su éxito, con varios millones de lectores pese a su descarado amarillismo, era innegable, y como bien dijo Humphrey Bogart una vez, “todo el mundo lo lee, pero dicen que ha sido la cocinera la que lo ha llevado a casa”.

La historia falsificada de mi aventura en Cuba que iba a publicarse en esas páginas era perfecta para una publicación como ésa, y su gran audiencia, terreno perfecto para lograr el objetivo de difamar a Fidel y abonar el odio.

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