La pérfida albión
Si algo despierta Londres a todos aquellos que la conocen, la habitan, la sufren o la gozan, es precisamente la perfidia que acompaña su injusto y peyorativo mote – ese mismo que da título a este texto-. Acuñado por Augustin Louis Marie de Ximénès en su poema L ́ere des français, publicado en las postrimerías del siglo XVIII.
Perfidia como extrema necesidades de deslealtad y tradición a todo lo que antes conocimos – y a todo lo que habremos de conocer – para convertirnos en londinenses de por vida. Perfidia como justificación ante tanta y desbordante belleza, como respuesta ineludible frente a tremendo poder de seducción. Una de las peores cosas que tiene la capital británica es justo esa perfidia, no propia, sino inflingida.
Londres te domina una vez que llegas, dejando espacio para poco más, de ahí que se convierta en universo e infinito. Esto sucede con todo: lo bueno y lo malo, lo bonito y lo feo, lo mejor y lo peor. Una yuxtaposición de términos, emociones, sentimientos e ideas.
¿Qué es lo mejor que nos puede ofrecer una ciudad única como Londres? Diría que son los graznidos de las gaviotas que se aventuran desde el mar del norte hasta las riberas del Támesis, las tardes de verano en Hyde Park, las pintas de cerveza y los vasos de Pimms, la cocina de todas las regiones de India, los versos de Sylvia Plath y las canciones de Queen.
La bruma que acompaña los amaneceres y los cielos pintados de rosa de los atardeceres, las noches de luna llena, los pubs a las cinco de la tarde, el teatro de Shakespeare y el jacobino, los interiores de madera pintados del edificio del Parlamento, la arquitectura victoriana de South Kensington, el humor británico de Me. Bean y Monty Python.
El protocolo del palacio de Buckingham, la hora del té con los scones y la crema, las sastrerías de Savile Row, la cultura canina, los autobuses de dos pisos, el mercado de anticuarios de Kempton Park, la final masculina de Wimbledon y las carreras de caballos en Ascot. El carnaval de Notting Hill, el cumpleaños de la reina Isabel II, las amapolas en primavera y el cambio de color en las hojas en otoño. Los taxis de color negro que sientan a seis personas, el acento británico, la música de los Stones y la letra de los Beatles, los pre Rafaelitas y el pop art, la Tate Modern, los fantasmas de la torre de Londres y la edición dominical de Telegraph y del Observador. Los partidos de Arsenal, las coreografías del Royal Ballet, la marquesina del cine Prince Charles, la sección de mapas de la Biblioteca Británica y el arte callejero de Bansky. Los domingos en Hamstead Heath y el tráfico humano de los lunes en la City.
En contraste, lo peor de Londres podría también tomar varios renglones si no es que párrafos; los días sin sol, los borrachos descalzos en Leicester Square, las hordas interminables de turistas en agosto y la humedad que cala los huesos en febrero. La hora pico en el metro, el 7 de julio de 2005, el tipo de cambio de la libra esterlina y el kindney pie.
Pero, sin duda alguna, lo peor de los peor de Londres es perdérselo, algo que ningún hombre en su sano juicio debería permitirse.