El simple placer de dormir
Thomas Mann, el más maniático de los escritores del siglo XX, dormía ocho horas exactas al día. Esa disciplina metabólica sería de esperarse en un autor que construyó su obra entregado a la superstición del orden: durante las horas en que escribía, sus hijos tenían prohibido bajarse de la cama porque el ruido de sus pasos lo sacaba de concentración.
Immanuel Kant era igual de metódico, aunque dormía una hora menos: se acostaba a las 10 de la noche en punto y se despertaba a las cinco de la mañana, a leer. Para los lectores comunes, los que dormimos desordenadamente, tanto Mann como Kant ya vienen empacados con su mito de origen: eran alemanes. Hay algo de eso, parto también de lo otro: los grandes escritores parecen haber sido grandes dormilones aun cuando no tenían los horarios de gallinero de los dos teutones.
Balzac se ponía la piyama y se dormía a las seis de la tarde, todos los días. Se despertaba a escribir a la una de la madrugada. Trabajaba de un tirón hasta las ocho de la mañana y se volvía a dormir hasta las nueve y media o 10. Al separar en dos turnos sus horas de sueño, le ganaba una al promedio recomendado por los doctores -dormía nueve al día- sin el menor emérito de su capacidad de trabajo: las 85 novelas de La comedia humana son una inigualable epopeya del esfuerza creativo.
Beethoven, Victor Hugo y Simeon eran también disciplinados y dormilones. Pasaban en la cama las ocho horas diarias que los doctores nos suplican que durmamos diariamente y nunca juntamos: se acostaban a las 10, se despertaban a las seis, como relojitos. Uno era sordo, el otro, muy gordo, el resero escribía una novela al día: no tenían nada en común más que ser geniales y dormir bien y de corrido.
Darwin dormía de 12 a siete, una hora menos que el promedios pero la reponía con una sisea que no perdonaba jamás de tres a cuatro de la tarde. Habría que ir a las Galápagos y hacer una ruta de sombras en las que se tiró a soñar, participar de un tour de dormilones que se tiren ahí mismo, con sus sombreros de paja. Fitzgerald se acostaba a las tres de la mañana, pero se despertaba a las 11: era un desvelado metódico y un borracho chambeado que dormía sus ocho horas y escribía un número fijo de páginas todos los días: como le pagaban por palabra, tenía un cálculo de cuánto debía escribir diario para poder pagar las cuentas.
Nabokov y Freud dormían poco: seis horas por noche. Sus talentos, nadie lo podrá negar, tienen algo de atormentado, de laberíntico y complejo. A menos sueño, más valiente la teoría, más larga la frase, más imposible la pirueta. Se salieron con la suya, pero ¿los demás tenemos algo de lo que ellos estuvieron hechos? Mozart, que fue el que acabó peor, dormía sólo cinco horas: de una a seis de la mañana. No es cierto que siempre anduviera de reventón: le gustaban las arrancas, pero en general se quedaba dormido sobre el escritorio, en el que se despertaba para componer. No podría haber sido de otra forma, escribiendo lo que escribió en una vida de 35 años: 17 misas, 53 sinfonías, 50 conciertos y 21 óperas. Era como si hubiera sandio que tenía el tiempo contado.
En general parece -cuando menos, según el divertidísimo Daily Ritual: How Artists Work, de Mason Currey, de donde saqué la mayor parte de estos datos- que las grandes obras de arte fueron precedidas y seguidas por largas hornadas de sueño. Tal vez esa sensación de que estamos en una era sin grandes maestros venga de ahí, de que vivimos en un muno que ya no nos deja dormir.