El nombre debe ser propio
No importa cómo nos hayan bautizado, sino elegir vivir con el nombre que nos gusta y acomoda. Antes, hay que aprender a conocerse a uno mismo.
El famoso de los pintores del barroco nunca tuvo nombre. Lo conocemos, como a Ronaldinho, sólo por su apodo. Nunca fue registrado porque nació durante una epidemia. Más tarde, en Roma, firmaba documentos comerciales sólo con una "M". En sus primeros procesos judiciales declaró como M. Merisi -una italianización del apellido lombardo de su padre- y pintó sus primeros cuadros bajo ese apellido, pero acompañado del nombre, tan prestigioso, de Michelangelo. A partir de que se hizo famoso, empezó a firmar sus lienzos con el nombre de su pueblo natal: Caravaggio. Luego, simplemente dejó de anotarse en sus obras. Durante siglos sus cuadros fueron atribuidos a artistas españoles que lo imitaron porque, sin un nombre, era imposible rastrearlo.
Aunque no tener un apelativo fijo terminó dificultando la identificación de los cuadros de Caravaggio para los historiadores del arte, a lo mejor en su vida de pequeño criminal y artista explosivo, ese gesto de ambigüedad haya sido útil: de haber tenido un nombre tal vez habría cavado en la cárcel antes de probar su genio. Sabrá Dios qué nombre le habrá dado el maestro cantero a su hijo, lo que importa es que él eligió vivir con el que le gustaba.
Los nombres por los que conocemos a los grandes jefes indios del siglo XIX no son, tampoco, los que les impusieron sus padres, sino los que ellos eligieron cuando se transformaron en guerreros. Ni Caballo Loco ni Toro Sentado se llamaban así cuando eran niños. El poder lírico de sus apelativos viene, precisamente, de que eligieron cómo llamarse cuando ya habían pasado los tremendos ritos de iniciación que suponía convertirse en un guerrero sioux; los eligieron cuando ya se conocían a sí mismos. No es casualidad, entonces, que reflejaran tan bien sus personalidades. Caballo Loco fue el audaz que mató al general Custer en combate; Todo Sentado, el hombre que supo resistir cuando parecía imposible y negociar cuando ya no había más recursos.
Había jefes indios con nombres más enigmáticos.Tal vez mi preferido sea el de un gran jefe apache que se llamaba, directamente en español, Mangas Coloradas. El tiempo que los apaches fueron una tribu en rebeldía dentro de Estados Unidos fue poco de ahí que la lengua europea que se hbalba en lo que se llamaba La Apachería, hasta 1847, fuera el castellano y no el inglés. Hay otro caso fascinante: el de un guerrero que siguió peleando cuando ya todos los demás habían entregado el hacha.
Se llamaba de nacimiento Goyahkla, "El que bosteza", y fueron sus enemigos de Coahuila los que le cambiaron el nombre a partir de la batalla de Arizpe, en la que mostró su extraordinaria habilidad como jinete y combatiente. Guerrero y chamán, Goyahkla tomó la decisión de ser el que aterraba a sus enemigos. Se comió su nombre apache y se convirtió en Gerónimo, el indio más temido jamás por los mexicanos.
No todos los nombres de guerra de los indios americanos eran favorables. Un jefe de scouts, también apache, eligió el nombre de "Chato" por tener la nariz pegada a los cachetes. Un guerrero Montaña Blanca que peleó del lado de los gringos, llamado de nacimiento Tzoe fue rebautizado como "Lobo Amarillo", por traidor. El fatuo John Clum, que dio algunas batallas a favor de la incorporación de los apaches al sistema estadounidense, dice en sus memorias que los indios lo llamaban "El jefe de la frente alta", pero la verdad es que le decían "Moco de guajolote".
¿Qué hay en un nombre? "En las letras de rosa está la rosa" -decía Borges- "y todo el Nilo en la palabra Nilo". Tal vez todos deberíamos concedernos la oportunidad que se daban los sioux y los apaches: elegir nuestro nombre. Vivir y morir por él.