Obsesión en cuatro ruedas
Siempre quise tener un deportivo en el garage. No se trataba de ninguna crisis de los 40 ni mucho menos, de una obsesión. O tal vez sí, no lo primero sino lo segundo.
Desde que era niño, como seguramente les ocurrió, en algún cumpleaños recibí de regalo un coche miniatura. En mi caso, se trató de un Porsche 911 Carrera de los 70, que me quitó horas y horas de aburrimiento. La diversión se transformó en colección: junté japoneses, europeos y estadounidenses; presumía taxis, patrullas, ambulancias y todos los modelos que pudieran circular en las calles; tenía Hot Wheels, Matchbox, Majorette y Burago, entre otras marcas.
Mis favoritos, obvio, llevaban por nombre Lamborghini, Ferrari y Porsche.
La idea tomó fuerza: quiero tener un deportivo en el garage. La manía se agudizó gracias a que mi papá trabajaba en la industria automotriz, así que cambiábamos de automóvil casi cada año.
No eran mis favoritos en aquel entonces, pero vivía entre Pacers, Rallys, Gremlins y Wagoneers, de la desaparecida firma VAM (Vehículos Automotores Mexicanos).
Con toda seguridad, crecer entre estos autos “raros” alimentaron más el objetivo: quiero tener un deportivo en el garage. Hoy, los autos a escala se encuentran en cajas, guardando polvo en una pequeña bodega. La colección perdió impulso, no así mi obsesión.
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