Te regalamos la precuela de Game of Thrones
Esta semana sale a la venta el nuevo libro de George R.R. Martin, El caballero de los siete reinos, que no es otra cosa que la precuela de la saga Game of Thrones. En Life and Style tenemos algunos ejemplares para ti, pero antes debes contestar las siguientes preguntas:
1. ¿Qué caracteriza al joven Dunk?
2. ¿A dónde crees que se dirigirá Dunk a continuación?
3. ¿Cuántos relatos conforman El caballero de los siete reinos?
Envía tus respuestas a lifeandstyle@expansion.com.mx
Puede que te ayude leer este avance del primer capítulo...
La tierra estaba blanda por las lluvias de la primavera y Dunk cavó la fosa sin dificultad. Eligió la falda occidental de una colina, porque al viejo siempre le había gustado ver ponerse el sol. “Otro día que se va”, solía suspirar. “A saber qué nos deparará el de mañana, ¿eh, Dunk?”
Pues bien, uno les había deparado lluvias que los habían calado hasta los huesos, el siguiente viento a rachas y húmedo, y el tercero frío. Amanecido el cuarto, el viejo ya no tenía fuerzas para montar. Ahora estaba muerto. Hacía pocos días aún cantaba a caballo la vieja tonada de la doncella de Puerto Gaviota, sólo que cambiaba el nombre de la ciudad por Vado Ceniza. “Voy a Vado Ceniza, a ver a mi bella dama, vaya, vaya, vaya”, recordaba Dunk, cavando con tristeza.
Cuando el agujero le pareció bastante hondo, tomó en brazos el cadáver del viejo y lo llevó al borde. Había sido un hombre bajo y delgado, y ahora que ya no llevaba cota de malla, yelmo ni cincho para la espada, pesaba igual que un saco de hojas secas. Dunk poseía una estatura descomunal para su edad. A sus dieciséis o diecisiete años —nadie sabía de cierto cuántos— su cuerpo larguirucho y poco grácil alcanzaba ya los cinco codos, y eso que aún no robustecía. El viejo había dedicado muchos elogios a su fortaleza. Siempre había sido pródigo en ellos. Nada más tenía que dar. Dunk lo depositó en la fosa y aguardó un poco antes de cubrirla. El aire volvía a oler a lluvia. Habría que echar tierra antes de que cayeran las primeras gotas, pero no era fácil sepultar aquel rostro viejo y cansado. “Debería estar un septón para dedicarle unas oraciones, pero sólo me tiene a mí.” El viejo le había transmitido toda su ciencia sobre espadas, escudos y lanzas, pero no había sido buen profesor de palabras.
—Le dejaría la espada, pero se oxidaría —dijo Dunk al fin, como quien pide perdón—. Yo creo que los dioses le darán otra. Ojalá no hubiera muerto, ser —enmudeció unos instantes sin saber qué añadir; no conocía ninguna oración entera, pues el viejo no había sido hombre de oraciones—. Fue un caballero cabal y jamás me golpeó sin merecimiento —logró decir al cabo—, salvo aquella vez en Poza de la Doncella. Ya le dije que el pastel de la viuda se lo comió el mozo de la posada, no yo. En fin, ya no importa. Vaya con los dioses, ser.
Echó tierra con el pie. Después llenó la fosa de manera metódica, sin mirar lo que yacía al fondo. “Tuvo una larga vida”, pensó. “Seguro que estaba más cerca de los sesenta que de los cincuenta. ¿Cuántos pueden presumir de lo mismo?” Al menos había visto otra primavera.
Cerca del crepúsculo dio de comer a los caballos. Eran tres: el jamelgo de Dunk, el palafrén del viejo y Trueno, su caballo de batalla, un corcel zaino reservado para los torneos y la guerra. Trueno había perdido la rapidez y fuerza de antaño, pero conservaba el coraje, el brillo en la mirada y era la posesión más valiosa de Dunk. “Si vendiera a Trueno y al viejo Castaño, con sus sillas y bridas, me darían suficiente plata para...” Frunció el entrecejo. Sólo conocía una vida, la de caballero errante: cabalgar de castillo en castillo, servir a tal o cual señor, luchar en sus batallas, comer en sus salones y, terminada la guerra, proseguir el viaje. De vez en cuando también había torneos, si bien con menor frecuencia. Dunk sabía que en los inviernos crudos algunos caballeros errantes se dedicaban al robo. No había sido el caso del viejo.
“Podría buscarme a otro caballero errante que necesitara a un escudero para cuidarle las bestias y limpiarle la cota”, pensó, “o ir a alguna ciudad, Lannisport o Desembarco del Rey, y unirme a la Guardia de la Ciudad. También podría...” Había dejado amontonadas las pertenencias del viejo al pie de un roble. El monedero de tela contenía tres piezas de plata, diecinueve peniques de cobre y un granate mellado. La mayor parte de las riquezas terrenales del viejo había sido gastada en caballos y armas, como era la norma entre caballeros errantes. Ahora Dunk era dueño de varias cosas: una cota de malla a la que había quitado mil veces la herrumbre, un morrión de hierro con barra nasal ancha y una muesca en la sien izquierda, un cincho de cuero agrietado, una espada larga con funda de madera y cuero, una daga, una navaja de afeitar, una piedra de afilar, grebas, gola, una lanza de seis codos —de fresno, con punta de duro hierro— y un escudo de roble con ribete mellado de metal y las armas de Arlan del Árbol de la Moneda: un cáliz con alas, plata sobre marrón.
Contempló el escudo y levantó el cinturón. Después volvió a mirar el escudo. El cincho se había confeccionado para las caderas estrechas del viejo y a Dunk le quedaba tan pequeño como la cota. Ató la funda a una cuerda de cáñamo, se la pasó por la cintura y desenvainó la espada.
La hoja era recta, muy pesada: buen acero forjado en el castillo. La guarnición era de cuero blando sobre madera y el pomo una piedra negra pulida. Era una espada sencilla, pero que se amoldaba bien a la mano. Dunk conocía su filo por haberlo aguzado muchas noches con piedra de afilar y hule, antes de acostarse. “La empuño con la misma facilidad que él”, rumió, “y en Vado Ceniza se celebra un torneo”.